Hasta hace poco tiempo, los chascarrillos de Aníbal Fernández solían despertar sonrisas hasta en sus más acérrimos enemigos. El hombre de los mostachos anticuados, voz de barítono del conurbano, típico representante de la argentinidad ascendente, solía tener una ocurrencia para cada ocasión.
Aunque figura entre los miembros del recientemente intervenido Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego con el pomposo título de “escritor”, su fuerte siempre fue el humor jauretchiano (con perdón de Arturo Jauretche). “Tiene los patitos mal alineados”, dijo una vez acerca de Elisa Carrió, y todo el mundo festejó. Hasta la propia diputada se tomó la frase en broma y se prestó a posar para PERFIL en el mar rodeada de encantadores juguetitos amarillos. El tema es que Fernández, en su nuevo rol de secretario general de un gobierno en franca decadencia, parece no haber entendido que la Argentina deambula ahora, aturdida y sin rumbo, por su hora más amarga.
Es increíble que un político profesional, que habita el poder casi en continuado –con brevísimos intervalos– desde los años noventa hasta la fecha, no haya comprendido el sentido dramático que la sangre le aporta a la realidad. Luego de decirle “Droopy” a la fiscal que investiga el caso criminal más intrincado de la historia democrática y de pedirle que “no se ponga la malla”, el ex senador nacional ha virado en las últimas horas hacia el dramatismo insolente. Después de descalificar al grupo de fiscales que convocan a la marcha del 18F, entre otras cosas por “frenar la causa AMIA” –sin explicar por qué en tantos años de funcionario polirubro jamás hizo la correspondiente denuncia–, el inefable señor Fernández ha lanzado una temeraria afirmación: la marcha del silencio, a la que adhieren, entre muchísimas instituciones, las representaciones oficiales de la colectividad judía y la Comisión de Justicia y Paz del Episcopado Argentino, estaría organizada por “narcotraficantes”, “antisemitas” y “apropiadores de bebés”.
De la multiplicidad de adherentes que se han plegado a la concentración, el sucesor de Oscar Parrilli ha reparado especialmente en la señora Cecilia Pando, una voz espectral de la Argentina ilegal de los años setenta. Pando sería, desde su peculiar visión, la prueba de la infamia. Curioso detallismo para un integrante del gobierno que ha llevado por primera vez en la historia nacional a un general de Inteligencia, acusado por violaciones a los derechos humanos y enriquecimiento ilícito, a jefe máximo del Ejército Argentino, quizá el mayor retroceso del sistema democrático desde su recuperación en 1983.
Al descubierto. El país que asomó a partir de la estremecedora denuncia de Alberto Nisman y su sospechosa muerte, ha dejado al descubierto el lado más horrible de una sociedad que parece empeñada en disimular su inmadurez. Como una escena despojada de maquillajes, a las grotescas expresiones de Aníbal Fernández se le sumaron, entre otras, la incontinencia verbal (y gestual) del jefe de gabinete, Jorge Milton Capitanich, y las prédicas temerarias de otros funcionarios de menor jerarquía empeñados en ver maniobras golpistas en cualquier reclamo de justicia.
Desde el fatídico domingo 18 de enero, las actitudes de un gobierno atontado y sin rumbo no hacen más que transparentar las verdaderas falencias del sistema institucional argentino. Somos lo que somos, parece leerse en la entrelínea del obituario que anuncia la muerte de ese hombre solitario que se animó a publicar una radiografía, quizá parcial e incluso arbitraria (démosle esa ventaja a sus detractores), de cómo se monta un fenomenal encubrimiento para tapar el mayor atentado terrorista de la historia nacional. Porque, aunque las pruebas –ahora solicitadas en el pedido de indagatoria del fiscal Gerardo Pollicita– demostraran la inconsistencia judicial de la denuncia elaborada por Nisman, nadie podrá disimular lo que las escuchas –ese show obsceno y lacerante, interpretado por personajes de la peor calaña con libre acceso a los despachos oficiales– han puesto a la luz de los reflectores.
El bajo fondo erigido en representante de la soberanía popular (embajada paralela la llamó Nisman en la acusación) es un dato incontrastable del país “jardín de infantes” del que hablaba la inigualable María Elena Walsh.
Ningún fallo judicial contrario a la investigación del fiscal alcanzaría tampoco para velar la obscena connivencia del poder político con servicios de inteligencia creados y alimentados como tapadera de una red de escandalosas complicidades mafiosas. Las pruebas están a la vista y el Gobierno las ha reconocido al mandar, de urgencia, la nueva ley que regulará las actividades de espionaje en el país. Ni podría ocultar el penoso vacío de ideas que la crisis ha dejado al desnudo.
Salvavidas de plomo. En su barroquismo incompresible, los creativos intelectuales de Carta Abierta salieron al auxilio de su gobierno. El resultado ha sido pobre y no ha hecho más que aumentar la sospecha de que, detrás de un discurso supuestamente justiciero y reformista, apenas hay un puñado de antiguos preceptos religiosos. “¿No saben ver al embajador norteamericano respaldando directamente el funeral de Alberto Nisman, mientras son pisoteadas las flores que envía la representante del Ministerio Público?” –reprochan a los opositores en su última proclama, la número 18–, para desenterrar a continuación la imagen de Braden, aquel maldito embajador que se convirtió en símbolo de la oposición al peronismo durante la década del cuarenta. Un paralelismo de tanta actualidad como actual es el concepto de Guerra Fría.
“Nosotros somos la alegría, le dejamos a ellos el silencio”, declaró la Presidenta, un día antes de que la ex esposa del fiscal muerto, la jueza Sandra Arroyo Salgado, pidiera, ante un Parlamento dramáticamente partido, una investigación seria y silenciosa para llegar a la verdad.
Baile y jolgorio en un sector del escenario. Dolor e impotencia en otro. Dos países que ni se miran. Hay cosas que ya se probaron.