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Lo vamos a extrañar horrores

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A veces, sólo se trata de disfrutar del momento. En el ejercicio casi cotidiano de consumir deporte aprendí que todo espectáculo puede valer la pena si uno se deja llevar.

En estos días impregnados de superclásico hemos hablado y escuchado hasta el hartazgo sobre esa condición tan peculiar del hincha que termina reduciendo toda expectativa de placer a la posibilidad de que su equipo triunfe. Si ampliamos la visión al objetivo final –ser campeón– entonces el goce se circunscribe exclusivamente a los hinchas de un solo equipo.
Bajo el pregón facilista de que sólo importa ganar –finalmente, ser campeón– la mayoría de los mortales deberíamos abandonar cualquier pretensión de deportista aficionado y renunciar a nuestros trabajos en los que, personalmente, fracaso sistemáticamente en las mediciones. El amor propio de nadie soportaría seguir hablando de salto con garrocha o fútbol belga mientras en las planillas de rating la mayoría elige mirar como bobos durante horas a una quincena de analfabetos de la vida. Es algo sustancialmente peor que la derrota que estuvo a punto de padecer Independiente con Alianza de Coronel Moldes.
Afortunadamente, el deporte está lleno de momentos inolvidables. De esos de los que se nutre la razón de ser de este vertiginoso camino a la muerte que es la vida misma. No siempre esos momentos son los del éxito final. Ni en un partido ni en un torneo. Ningún hincha de River se olvida del gol de Funes Mori en el último clásico doméstico jugado en la Bombonera. Fue el de la victoria. Ningún hincha de Boca que haya estado esa tarde en la cancha se olvidará de la obra maestra de Riquelme. La última de las grandes. Hasta ahora. No alcanzó para evitar la derrota.
Aunque parezca contradictorio, no es del clásico de esta tarde de lo que pretenden tratar estas líneas. ¿Qué sentido tendría, si entre la asfixia conceptual que estos partidos provocan en la mayoría de los protagonistas y la rebeldía que, con todo derecho, adopta la pelota tan maltratada, estos partidos salen disparados para cualquier lado menos el que creímos? El asunto es, de la mano del choque más convocante, llamar nuestra atención para que nos animemos a ser capaces de disfrutar del momento.

En la Argentina somos especialistas en estereotipar desde la burla a nuestros mejores exponentes. Castigamos en el deporte como no nos animamos a hacerlo en las urnas. Ya saben: Reutemann no fue un excepcional piloto de Fórmula 1 que nos atornilló frente a la tele peleando con monstruos como Niki Lauda, Nelson Piquet o Emerson Fittipaldi, sino un segundón devenido político que no se animó a ser presidente.

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Gaudio no fue un fenómeno talentoso que ganó Roland Garros, sino un loquito que rompía raquetas y gritaba lo mal que la pasaba en una cancha.

Y Messi no es un genio que nos deslumbra desde hace diez años –a razón de un partido jugado por semana–  y que siempre jugó por la Argentina, sino un flaquito caprichoso que vomita antes de los partidos. Y encima no fue capaz de hacernos campeones mundiales… como todos los futbolistas argentinos de la historia menos 43: 22 de 1978 y 21 de 1986, con Passarella por partida doble.

La idea de que este planteo es arbitrario no minimiza nuestra responsabilidad; la globaliza. En todos lados proliferan los aficionados que esperan ver perder y cuestionan a los fenómenos a los que, después, añoran. De eso se trata la idea. Nos burlamos de Reutemann por no haber salido campeón en una categoría en la cual, desde hace décadas, lo más cerca que estamos de competir es a través de algún ingeniero o diseñador. Minimizamos a Gaudio –y a esa maravillosa camada de cracks “que no ganó la Davis”, que tampoco ganó Vilas– y hoy miramos con lupa los cuadros de los principales torneos en los que, a veces, ni siquiera tenemos representantes.
He visto a McEnroe irse silbado de Wimbledon, donde fue el único campeón al que los socios del All England se negaron a cederle la condición de socio honorario que corresponde por estatuto a todo aquel que ganase el certamen. No sólo le adjudicaron ese estatus sino que hoy es la gran estrella de la exhibición principal del museo del torneo.

En esto, los argentinos tampoco somos distintos al resto. Tal vez nos saquen ventaja en eso de honrar memorias y respetar recorridos. Y seguramente no pasaría en Old Trafford o en el Meazza lo que pasó en la Bombonera, cuando el mismo grupito que se sumó a los silbidos a Novak Djokovic porque confesó que le gustaba la camiseta de San Lorenzo se sacaba selfies con Leandro Fariña. Pero, más que menos, a todos nos pasa esto de no saber disfrutar del momento. Y valorar con altura a quienes son responsables del disfrute.
Casi colgado de esta crónica queda su auténtico protagonista. Si no fue anoche, muy pronto veremos los últimos minutos de Emanuel Ginóbili en la NBA. Probablemente, jugando al básquet. Quizás ya hayamos visto su último partido con la celeste y blanca. Tan grande y doloroso como eso es lo que puede estar pasando mientras en casa aún no logramos iluminar a la bandada de pájaros bobos que sigue enfatizando que el bahiense priorizó la plata de sus patrones al compromiso con la bandera. Asterisco, diría Basile: cuando quien lo dice trabaja de periodista, lo único que está haciendo es proyectar. Medir al otro a partir de sus propias prioridades.

Creer que el legado de un jugador sobresale por su compromiso con el seleccionado lo deja muy bien parado: hasta la aparición de esta camada maravillosa de la cual Ginóbili es líder conceptual y deportivo, nuestro básquet festejaba como un título conseguir una plaza olímpica o meterse entre los ocho en un Mundial. De su mano, como pieza clave de un andamiaje lleno de talento –seguramente irrepetible–, hubo medallas doradas y de bronce en juegos olímpicos y un subcampeonato mundial. Más que eso, fue la cabeza más visible de una generación que puso a nuestro básquet en un lugar de privilegio en el mundo. Lugar que, está visto, la dirigencia aprovechó para enchastrarlo todo.
Por lo demás, ignorar su campaña en Italia y, sobre todo, su década en los Spurs –cuatro anillos y siempre al menos una rueda en play offs– como parte de su representatividad criolla sólo puede ser asunto de torpeza o de mala fe. No me imagino a Manu diciendo que él “siempre juega por la Argentina”. Sospecho que su compromiso de ciudadano pasa por cosas tanto o más profundas que su condición de deportista. Sin embargo, es cierto que siempre ha jugado por la Argentina.

Pero más cierto es que lo vamos a extrañar horrores. Muchísimos argentinos tendremos una razón fundamental para no mirar la NBA por un tiempo. Sería el duelo lógico ante semejante ausencia. Con las disculpas del caso para Scola o Prigioni que, supongo, entenderían la figura.
No seré yo quien se anime a explicar cuál es la magia de su juego. No sabría hacerlo. Además, entiendo que su excelencia pasa por lo que gente como Julio Lamas considera es su inteligencia fuera de lo común. No sólo para jugar al básquet. De tal modo, hay un Ginóbili para aprovechar fuera de las canchas.
No sé si alguien que decida cosas en el futuro del país querrá y sabrá cómo hacerlo: a veces, la idoneidad da miedo.

Mientras, hay una camiseta blanca número “20” que, más temprano que tarde, los Spurs retirarán y colgarán del techo del estadio. Es un honor reservado a los grandes de verdad. Vayamos pensando en retirar la “5” celeste y blanca.
Con todo el amor que siento por Diego, Manu ha sido para nuestro básquet más que el mismísimo Maradona para nuestro fútbol.