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Locos de poder

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Muchas veces el poder y la locura formaron matrimonios indisolubles. Un simple ejercicio de memoria puede traer a nuestra mente unos cuantos nombres ilustrativos. El sacerdote y catedrático inglés Vivian Green, en su libro La locura en el poder: de Calígula a los tiranos del siglo XX, analizó sagazmente este fenómeno en la figura de emperadores romanos, reyes europeos de todas las épocas y gobernantes contemporáneos.

Dice al respecto: “Un dictador es un político cuya mente, enferma de poder, va por un solo carril y cuyo deseo consiste en imponer su voluntad y sus valores a todos los ciudadanos y eliminar a quienes no los aceptan”.

Desde Calígula, Nerón, Iván el Terrible hasta Hitler, Stalin, Mussolini (o Ceausescu, –agrego yo sin dudarlo–)cuánta soberbia enfermiza,
cuánto daño.

Los dictadores que menciona Green “necesitaban acabar con la oposición, fuera esta real o imaginaria. Pero en medio de todas las cortes, los impostores y la adulación ilimitada, ellos estuvieron siempre aislados de la realidad y conservaron su personalidad trastornada”.

A Nerón, los historiadores lo llamaron “el tirano demente”, ya que mientras Roma ardía, se dedicaba a tocar la lira.

En Las palabras y las cosas, Foucault habla de “los operadores de dominación”, refiriéndose a los que detentan ese poder absoluto.
“Poder”, del latín possum, significa ser capaz, potente, imponerse, tener dominio (moral, político u otro).

El poder –con demasiada frecuencia– trastorna, trastroca, deforma, “saca lo peor de las personas “(como cree Vargas Llosa), obnubila, enceguece, aparta de la realidad. Se vuelve una patología: “el síndrome del poder”. Para algunos es como una droga que se manifiesta en omnipotencia, en un egocentrismo recalcitrante, en ataques de petulancia, en impunidad. La vehemencia, –cuando no la furia– y la grandilocuencia suelen impregnar sus discursos; las fiestas multitudinarias, la inauguración de monumentos para la posteridad, son su escenografía predilecta.

El investigador israelí Richard Ebstein asegura que hay un “gen de los dictadores” que él pudo identificar.

Pero algo, en todo esto, es fundamental. El poder no es propiedad de los que lo detentan, sino que les es conferido por los demás. En una democracia, a un político, nosotros le damos o le sacamos el poder, a través del voto y de una efectiva participación ciudadana que opina, cuestiona, exige justicia y valores.

Una gran metáfora sobre este tema es la famosa novela de Jerzy Kosinski, Desde el jardín, llevada al cine con la actuación de Peter Sellers (1979). En ese singular libro, debido a un malentendido, un simple jardinero llega, tras la muerte de su patrón, a los ámbitos más encumbrados hasta ser considerado uno de los más destacados políticos de su país. Su discurso, referido siempre a su jardín, desconcierta en un comienzo y apasiona después. En realidad, es un pobre hombre, que lo único que conoce es de jardinería y de los programas de televisión que ha visto obsesivamente en su vida apartada. Pero al escucharlo, la gente “interpreta” sus dichos, ve en ellos una sabiduría inexistente y comienza a darle un poder que él ni siquiera es capaz de entender.

Cuando el sentido de la palabra no resulta claro, se le puede adjudicar una significación que hace de un antihéroe un héroe. Así, las respuestas del personaje de Kosinski son reinventadas como grandes parábolas y, de este modo, un jardinero, ignorante, medio tonto, como Mr. Chance se convierte –por el poder que le confieren algunos hombres fuertes–, en alguien prominente.

De ahí la perplejidad: a quién le damos el poder, por qué se lo damos, qué hace esa persona con ese poder y cómo reaccionamos ante los
posibles abusos.

“Cuando se teme a alguien es porque a ese alguien le hemos concedido poder sobre nosotros”, escribió Hermann Hesse. El poder puede realizar maravillas (si se usa para el bien común)… o llevar a la locura y al desastre.

Estamos frente a elecciones.

 

*Escritora y columnista. Autora de Aleteos, libro ilustrado por Guillermo Roux.