Hace tiempo que se sabe que nuestra clase política padece de neurosis encuestomaníaca pero, en la actualidad, sobre todo en el equipo de campaña de Néstor Kirchner, es evidente que esa dolencia ha llegado ya a adquirir el carácter de una psicosis.
Las principales “innovaciones” al régimen electoral recientemente pergeñadas por nuestro ex presidente han sido claramente inspiradas en la lectura de las encuestas. Adelantó la fecha de los comicios porque las sucesivas encuestas indicaban que la popularidad del Gobierno estaba cayendo. Sacó de la galera las “candidaturas testimoniales” porque descubrió que en la provincia de Buenos Aires Daniel Scioli acumulaba más intenciones de voto que él mismo.
Uno de los aspectos más curiosos de ese abuso de las encuestas, verdaderamente digno de un cuento de Borges, es que, en tanto los votantes esperamos de los partidos que presenten sus listas de candidatos para empezar a pensar a quiénes queremos votar, los dirigentes políticos, vías las encuestas, trasladan su incertidumbre a la gente pidiéndole que califique a extensas listas de posibles candidatos.
Sin embargo, a mi parecer, la encuestomanía es apenas un síntoma de una dolencia aún más grave. En muchos países se usan las encuestas de manera rutinaria sin que los dirigentes partidarios enloquezcan por ellas. El verdadero problema es que en los últimos años las sucesivas maniobras de los dirigentes partidarios para zafar de coyunturas difíciles han provocado un grave deterioro de las identidades partidarias y, por ende, del sistema institucional de partidos.
Primero fue Menem con la invención de los candidatos “paracaidistas” como el Lole Reutemann o Palito Ortega y, hacia el fin del mandato, con su insistencia en la re reelección. Luego vinieron sucesivos desgajamientos del peronismo y de la UCR –el Frepaso, el ARI, el partido de López Murphy o de Cavallo– y el nacimiento de nuevos agrupamientos –como el PRO– que contribuyeron a generar más ruido aún. Posteriormente, en medio de la crisis de 2001-2002, Duhalde agregó su cuota de creatividad al transformar una elección presidencial en una interna del PJ, permitiendo las candidaturas simultáneas de Kirchner y de Menem.
El deterioro de las identidades partidarias obliga a los votantes a elegir casi exclusivamente en función de la trayectoria, de la personalidad o de la cara de cada candidato en particular, ya que resulta imposible decidir sobre la base de la experiencia histórica acumulada por la ciudadanía o en función de preferencias ideológicas, tradiciones de familia o cualquier otro criterio relativamente estable.
Pero, en esas condiciones, como es ahora evidente no sólo en relación con el oficialismo, los nombres con algún grado de popularidad, aptos para ser incorporados a una lista, son sumamente escasos, debido a que el grueso del público no se pasa todo el día pensando en la vida política del país, y cuando lo hace, suele ser para recordar alguna metida de pata.
¿Qué otras alternativas tendría el kirchnerismo en una elección de medio tiempo para seducir a los votantes dada la escasez de nombres potables? Existen dos posibles recursos: enfatizar los buenos resultados de la gestión o bien electrizar al país, arriesgándose a presentar un programa de medidas a tomar en un futuro próximo que corresponda a las expectativas de la mayoría de aquellos.
El hecho de que Kirchner no haya apelado a ninguna de esas dos opciones (por lo menos, hasta el día de hoy) y continúe desvelándose al compás de las encuestas tratando de encontrar figuras atractivas, significa que, en su fuero íntimo, no cree tener un proyecto que corresponda a las demandas actuales de la gente y tampoco está muy convencido de haber hecho las cosas bien.
En otras palabras: consume grandes dosis de encuestas porque está a la defensiva y el estar a la defensiva es siempre una mala estrategia electoral. No se puede ganar una elección sin provocar, por lo menos, una chispa de esperanza en un futuro mejor; no basta con sus apelaciones a evitar una posible catástrofe.
*Sociólogo.