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Los años de Cortázar

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En su libro gordo y bastante intransitable, Shakespeare y la invención de lo humano, el crítico y compadrito Harold Bloom da otra vuelta de tuerca a su tesis central sobre la angustia de las influencias, es decir, cómo afecta en determinado momento a un autor la obra de otro autor dominante y más fuerte, y de qué manera se las arregla el influido con la influencia del influyente, en una lucha que va del primer amor, que es pura adoración, a un proceso más complejo y en algún sentido digestivo, hasta apropiárselo por completo y, si se puede, superarlo. Para Bloom, el influyente procesado, apropiado, digerido y superado de Shakespeare, es Marlowe. Podríamos pensar el libro de Bloom como el relato de una experiencia caníbal.

En mis propios procesos literarios alimentarios, los libros de Cortázar abrieron su brecha entre las ficciones melancólicas de Bradbury, la ingesta de la colección de clásicos Jackson y la adquisición de las Crónicas de Jorge Alvarez. En esa brecha que hacía escuela nombrando mitos literarios y musicales de los cincuenta, el aspirante a escritor del conurbano que yo era encontró el pasaje a la contemporaneidad; el boleto de colectivo al bar La Paz y la ilusión de la alteridad que es el signo distintivo de la experiencia estética. En algún momento, sus cuentos me aburrieron y también me cansé del impostado y petulante Oliveira, de la jerga de Calac y Polanco, de los recorto y pego, de la sumisión montonera y del cruce de Sur con el populismo. Hace años que no lo releo. Tengo la impresión penosa de que cada uno de sus libros no resiste el paso de los años y también sé que son pasión de nuevas generaciones de adolescentes. Al mismo tiempo, pienso con agrado en el arco que traza su obra: la de un escritor que no se conformaba con lo hecho y buscaba lo nuevo, alguien que no quiso ser el mismo siempre y buscó inventarse como otro.

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