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Los arqueólogos del futuro

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Pietro Schiaffino desperdició los mejores años de su vida leyendo las mejores obras de los arqueólogos que a su vez desperdiciaron su vida escribiendo obras académicas con el único fin de transformarse en arqueólogos conocidos, respetados, admirados y, por lo tanto, odiados y contrariados, objetados y refutados por sus contemporáneos. Pedro consiguió sacar a la luz dos yacimientos arqueológicos importantes, uno en el Himalaya, donde encontró un oasis precambriano que parece haber sido habitado por los primeros seres humanos del planeta, y otro en la Puna, donde desenterró seis esqueletos con visibles rastros de haber sido sacrificados, enterrados de pie bajo la entrada de sus casas. También reconstruyó un pirámide inca en Perú, a 3.300 metros de altura. Todo esto le valió el reconocimiento esperado, pero nada lo reconforta. Perdió la poca fe que tenía en la ciencia, todo lo hecho le parece inútil, está triste, apesadumbrado; llora todo el día, hubiera deseado ocuparse de otra cosa. Lo cierto es que ya no cree en absoluto en la utilidad de desenterrar nada; siente que sí, que la cosa lo divertía, pero que en realidad nadie se interesa por nada y que todo el esfuerzo y el dinero gastado no valieron la pena. ¿Qué es, después de todo, una ruina que vuelve a sentir sobre sus piedras el roce del viento helado? ¿Por qué los antiguos elegían lugares tan fríos y elevados para alzar sus viviendas y construir sus amargas vidas? Y sobre todo: ¿por qué sus vidas eran tan, pero tan amargas?

Pedro abandonó la arqueología. O eso dice. No vive mal: ganó suficiente dinero en estos últimos años que le permiten pasarla bien, él, su mujer y sus dos hijos. Dejó de dar conferencias, pero a veces una universidad norteamericana lo tienta ofreciéndole una sustanciosa suma de dólares y allí va, disfrazado de arqueólogo otra vez a contar sus experiencias y teorías. La cosa lo aburre enormemente, pero lo tranquiliza volver a casa con dinero contante y sonante. Pero no cree en lo que dice, le provocan ternura los alumnos que toman pormenorizada nota de las estupideces que dice. Siente que los está engañando, y descubre un extraño e inédito placer en ese engaño.

Como no se resigna a olvidar todo de todas las teorías aprendidas, decidió utilizar el gran jardín del fondo de su casa para dejar pistas arqueológicas falsas para los arqueólogos del futuro: cáscaras de naranja metidas dentro de relojes a péndulo, vasos repletos de piedras traídas de lugares remotos, cuencos de barro cocidos por él en el horno de su casa que hizo pintar por sus hijos con monigotes ridículos, vasijas de cerámica decoradas con guardas eróticas –pero esas pintadas por él y su esposa–, tejas rotas, hondas, gubias, un revólver oxidado que encontró en el desván de su casa y que perteneció a su abuelo, y hasta lo que quedaba de un viejo automóvil NSU Prinz modelo 61, que también perteneció a su abuelo.

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Las entierra en cualquier sitio, sin un diseño predeterminado, con la esperanza de darles mucho trabajo y suficientes dolores de cabeza a los arqueólogos del futuro.