En mi universo teatral es impensable que se haya ido Pavlovsky. Su teatro ha gravitado directa o indirectamente sobre toda escena que se produzca en nuestra cultura. El teatro de Tato –rabiosamente anticultural, encantadoramente intelectual, abstractamente físico y corpóreo– está ligado a las razones del hacer teatro en la Argentina: es denuncia, es delirio y es reflexión escrita en los bordes.
La noticia de su muerte me parece poco menos que increíble. Temo que con él muera una parte fundamental de mi propia historia: sus estrenos en aquel pequeño gran bastión del teatro Babilonia; sus visitas desinteresadas y generosas al Sportivo Teatral, donde yo me formaba como actor y donde nos encandilaba con sus funciones íntimas de Potestad; su manera luminosa de pensar el teatro sustraído de los vulgares presupuestos del poder y de las modas; su presencia elegante y temible en cuanto debate lo involucrara; su mítico pasado como campeón de natación; su cuerpo fortachón y desbaratado, soporte irreemplazable de sus obras más icónicas.
Su último texto, Asuntos pendientes, no es ni una despedida ni un balance: parece abrir la puerta de una dramaturgia siempre fiel a sus preceptos (el teatro como ceremonia y nunca como simulacro) y al mismo tiempo novedosamente directa y molesta: sus asuntos pendientes (el maltrato infantil, las mil miserias de la marginalidad, el turismo sexual, la hipocresía política) dejan un tendal de imágenes de un mundo escabroso y violentamente cómico.
La última vez que nos vimos fue rodando una película. “Me llaman para hacer de viejo”, me dijo, entre risitas sarcásticas, y era evidente que él jamás se creyó viejo. Es lógico. ¿Cómo habrán jamás de envejecer estas obras sin edad y que perturban en cualquiera de las muchas etapas de su producción? ¿Cómo podrá nunca jamás morirse Tato Pavlovsky, si el teatro de Pavlovsky es inmortal?