El ser humano es un sujeto simbólico. Al menos, en cuanto a que con todo –con todo– produce sentido y a que en todo –en todo– interpreta un sentido. Incluso, normalmente, sin que se dé cuenta.
La semiología, que se ocupa del estudio de los signos y de los símbolos, mucho puede decir sobre el tema. Y mucho dice. Por caso, el gran semiólogo argentino Eliseo Verón postulaba que toda producción de sentido es necesariamente social. Y que, además, todo fenómeno social es, en una de sus dimensiones, una producción de sentido.
En esa línea de pensamiento y porque por definición son convencionales, los símbolos “hablan” claramente de una sociedad. Como si se dijera que la expresan de manera metafórica, porque están ahí para representar algo distinto de lo que son ellos mismos.
Trataré de ser más clara. Si un símbolo es una cosa –imagen, objeto, comportamiento– que está ahí para evocar otra cosa, el bastón de mando que pasa de quien encabeza una presidencia nacional a quien encabeza la siguiente (siempre y cuando se lo pasen) es el símbolo de –está ahí para evocar– la responsabilidad y el poder que se asumen con el cargo.
En los últimos meses, en las calles de Buenos Aires por lo menos, han empezado a proliferar vendedores de pañuelos. No hablo de los típicos vendedores de pañuelos descartables que aparecen con los primeros fríos (los pañuelos descartables aparecen; y los vendedores de esos pañuelos también, aunque es probable que algunos de ellos ya estuvieran y solo reciclen la mercancía según la estación del año).
Sin soslayar el mensaje intrínseco de su presencia –esto es, que no tienen trabajo en otra parte–, hablo de los vendedores de pañuelos de colores: verde, celeste, fucsia, rojo, violeta, naranja, rojo más claro, azul. Esos pañuelos triangulares que alzaron con energía las y los manifestantes en los días previos y en las largas jornadas de debate en el Congreso por la ley de interrupción voluntaria del embarazo.
Ya sabemos que, entre nosotros, esos pañuelos de color tienen un antecedente insigne: el de distinguir a las madres –las Madres de Plaza de Mayo– que reclamaban valerosamente por sus hijos detenidos/desaparecidos en la última dictadura. Los pañuelos blancos.
Pero lo sorprendente hoy es esta inesperada profusión de colores. Si el blanco proponía invocar una paz limpia en medio de una guerra sucia, los nuevos pañuelos ya no resultan tan lineales en su simbología. Hace falta acceder a las leyendas escritas en ellos para entender su diccionario específico.
Los primeros son los más conocidos: los verdes indican apoyo a la ley de interrupción voluntaria del embarazo y los celestes, opuestos a ellos, hablan de “salvar las dos vidas”. Ahora vienen los otros. Los de color naranja suscriben la separación de la Iglesia y el Estado. Los de color fucsia piden que no se maltrate a los animales. Los rojo intenso están en favor de la ley de adopción y los rojo suave, en contra de la creación de la Unicaba. Los violeta exigen “Ni una menos”. Y los azules, la defensa de la universidad pública.
Más allá de la tarea de los académicos para historiar y explicar el fenómeno, para ubicarlo en esa trama social de gramáticas y discursos de la que habla Verón, me gustaría imaginar que quienes tienen algún impacto en la toma de decisiones nacionales (o provinciales o municipales) se interesan –solo un ratito– por desentrañar el significado de estas comunidades que necesitan visibilizarse. Que están produciendo sentido de una forma deliberada. Que alzan una voz de colores.
En una época en la que abundan los dobles discursos, las idas y venidas y las señales que confunden, no resulta inconcebible que se use una marca nítida para decirle al resto en qué equipo se juega. Al fin y al cabo, es una forma de ir separando la paja del trigo, ¿no?
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.