COLUMNISTAS

Los crímenes de París

default
default | Cedoc

Matar a un semejante es siempre un acto abominable, no importa cuáles sean los supuestos motivos: pasionales, delictivos, políticos, religiosos. Las reflexiones siguientes no pretenden pues relativizar lo ocurrido en París, sí en cambio agregar algunas consideraciones a lo escuchado, visto y leído en estos días, cuya cortedad de miras llama la atención.

En primer lugar, me resisto a pensar que la vida de un francés (estadounidense, alemán, inglés) valga más que la de cualquier ciudadano de Iberoamérica, Asia o Africa, aunque lamentablemente sea así. Para no ir más lejos, en Siria mueren decenas o centenas de personas todos los días y a nadie se le mueve un pelo. Las masacres que lleva a cabo de tanto en tanto Israel en Palestina –sin el menor recato ante la población civil– encuentran apenas un débil y condescendiente eco en los medios de comunicación occidentales.

Pero esto no es lo peor. Dadas las características del crimen consumado por dos fanáticos fundamentalistas, la civilización occidental sólo atina a invocar la libertad de expresión como valor supremo. Sería necio cuestionarla, así como a otros derechos individuales que figuran entre los mejores aportes que el liberalismo europeo moderno ha legado. Pero todo tiene un límite. Y una de las características más notorias de la etapa de la civilización occidental que transitamos es la tendencia a sobrepasar todos los límites, en peligrosa dirección hacia lo ilimitado. Lo ilimitado es la pérdida de la forma, fuera de la cual no hay realización posible, amén de la falta de estilo y el despropósito estético que implica. Interesante una observación de Martín Heidegger en sus lecciones sobre La proposición del fundamento: “Barreras y límites no son cosas iguales. De común creemos que los límites son eso donde algo termina (…) Límite es aquello a partir de lo cual y en lo cual algo se inicia, brota como lo que él es”.

Una tendencia irrefrenable al exceso parece signar nuestro presente civilizatorio. En el caso que nos ocupa, la libertad de expresión no autoriza a burlarse descaradamente de otras culturas, de sus usos y costumbres, de sus creencias religiosas. El límite de la libertad de expresión –y de todas las otras libertades– es el respeto por la diferencia. Cierto “humor político” suele ser pionero en esta tendencia a sobrepasar los límites. Se deleita en la irrisión. Leemos en Baruch Spinoza: “Entre la irrisión (…) y la risa reconozco una gran diferencia. Pues la risa, lo mismo que el chiste, es pura alegría; por tanto, con tal de que no tenga exceso, es buena por sí misma”. Spinoza define la irrisión, en cambio, como “una alegría nacida de que imaginamos que hay algo despreciable en la cosa que odiamos”.

Este “humor político” es una de las más claras expresiones de la situación civilizatoria que atraviesa Occidente. La virtual caída de las más hondas convicciones que –para bien y para mal– permitieron la construcción y el desarrollo la civilización occidental ha desembocado en un cinismo escéptico y agresivo, que al modo aristofanesco –aunque sin su grandeza– se empeña en ridiculizar cualquier convicción más o menos seria, para detenerse exclusivamente ante el único valor hoy incuestionado: el dinero. Ahí sí las cosas se ponen serias.

Ninguna de estas reflexiones, lo repito, atenúa lo inaceptable de los asesinatos. Por lo demás, el fundamentalismo islámico, triste emblema de minorías, tal como el católico, el protestante o el judío, que también existen, no es más que un fenómeno reactivo frente a una modernidad que a veces no parece tener más que ofrecer que la Coca-Cola y McDonald’s.

Los atentados fundamentalistas no se neutralizarán con circunstanciales concentraciones masivas y la presencia y las declaraciones de figuras políticas descoloridas, sino sólo con una gran transformación espiritual, capaz de refundar una civilización que marcha hacia su ocaso.

*Filósofo.