“Si vuelto allá abajo ocupase de nuevo el mismo asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas, como a quien súbitamente deja la luz del sol?
Platón (428 a. C.-347 a. C.),del “mito de la caverna”, libro VII de “La República”.
De verdad que hay gente con una suerte espantosa. Otra vez el cascoteado Miguel Angel Pichetto, por ejemplo, harto ya de estar harto, hundido en su sillón del Senado frente al paisaje gris del imperturbable Cleto Cobos, desempatador serial. O Bichi Borghi que descubre, entrena y consagra al chico Gaona Lugo como su extremo ideal… y ¡zás!, justo se le quiebra la tibia izquierda. Mala pata.
Y más aún la pobre Michelle Bachelet, brillante en su manejo de la crisis mundial de 2008 y estoica frente a la desgracia del terremoto durante los últimos días de su mandato, que sin querer le dejó servida la autopista del estrellato mundial al sonriente Sebastián Piñera, opositor y sucesor, que si sigue con ese ritmo de exposición mediática pronto intentará incorporar a los 33 mineros de Copiapó a su gabinete, o se propondrá para hacer de sí mismo en cuanto Hollywood decida filmar la epopeya del rescate. Intuyo que don Luis Urzúa, líder del grupo, último en salir del pozo, el mismo que le dijo con tono grave: “Espero que esto nunca más vuelva a ocurrir, señor presidente”, ya debe estar medio podrido de tanto reality. Ese sí que es un duro.
Los medios insisten en reforzar la idea del milagro que tanto tranquiliza la emoción popular, pero la verdad es que, tanto en el desastre inicial como en el rescate, lo que abruma, para bien o para mal, es la omnipresencia de la temblorosa mano del hombre. Como acertadamente comentó, a su manera y en un milagro de síntesis twitteriana, el pensador contemporáneo Johnny Allon (né Antonio Juan Sánchez): “¿Milagro? ¡Milagro era si Dios abría la montaña al medio y salían los mineros arrastrados por un río de dulce de leche! Esto es obra del hombre, joder…”.
Cierto. Esta paradojal historia de encierro y liberación con pompa desborda de imperfección, voluntarismo y sobreactuación humana desde el mismo momento del accidente. Pero… Un final feliz siempre disimula la génesis del meollo, como probablemente sucederá cuando River se salve del descenso, esta oposición se sueñe gobierno, el Enganche Melancólico abrace en un festejo loco al 9 de los Milagros, Russo sonría después de repetir una nueva frase vacía o circular, Ramón y Maradona inventen otra de de sus alegorías futboleras para seducir movileros, un equipo de Caruso Lombardi gane y lo celebre descolgándose del travesaño, Lugüercio la meta o el turquito Mohamed vuelva a transformar, por esas cosas de la mística, a un Fitito fundido y mal de chapa en el Rolls Royce de Ricardo Fort. Cosas que pueden pasan.
Lo siento, Mario Sepúlveda, pero tu inocente y original ruego (“no nos traten como artistas, sino simplemente como trabajadores mineros”), no va a ser posible. Serás lo que debas ser para la mágica pantallita de las luces y después, arreglátelas como puedas a la hora de la inevitable abstinencia. Serás un artista para todos, nomás, como Carlitos Tevez es objeto sexual, la Mole Moli bailarín o incluso boxeador, De Narváez candidato a algo, Obama negro o Moyano, Lula. La verdad es siempre la verdad del poder, escribió el pelado Foucault hace unos años, sólo para que la teoría sea expuesta, sin anestesia y con la clásica elocuencia argentina, por Tinelli y sus otros mágicos 33: los puntos de rating de su singular experimento televisivo.
¿Alguien más quedará con ganas de vivir la angustia de una nueva pelea por ver la luz del sol cuando se produzca un nuevo derrumbe en alguna mina perdida del planeta? Difícil. La cuota emotiva, por ahora, ya está bien cubierta y será misión de los duros mineros chilenos pelear por la seguridad futura de sus colegas. Seguramente nos encandilará la suerte del Millonario en misión divina para sumar puntos y escapar de las engañosas sombras de la caverna platónica, y poco atenderemos la ilusión de permanecer en el sistema de los feos, sucios y malos de Floresta, Quilmes, Bahía Blanca o Tigre; toda esa molesta periferia marginal. Así suele ser.
Un conmovido Claudio Borghi habló largamente sobre el intenso drama de su país adoptivo. También Marcelo Bielsa expresó lo suyo luego de que Chile jugara contra Omán y cuando una camiseta roja firmada por él y sus muchachos ya era trofeo en las entrañas de la tierra de Copiapó. “Admiro la fuerza de los que están abajo, y los que están arriba, esperándolos”, dijo, involuntariamente simbólico.
Borghi y Bielsa se respetan, sí, pero no se aman, precisamente. Ambos, casi chilenos por adopción o circunstancia, defienden con pasión y cierta terquedad sus sistemas de trabajo y no se escudan en misterios inescrutables, alegorías místicas, cábalas, o la santa improvisación. Son dos que, según el extraño folclore de un país que celebra a sus próceres el día de su muerte, “mueren con la suya”. Uf. “Que vivan con la suya” diría yo, si me permiten la osadía. Que no es lo mismo, ni es igual.
Minga de milagro entonces, colegas. Todo humano, demasiado humano.