Entre los tantos placeres a los que renuncio de buena gana y elijo olímpicamente desconocer, se cuentan casi en primer lugar los de la alta cocina. ¿Qué hago entonces viendo MasterChef así, tan concentrado, si con el bife con fritas me arreglo y si del postre vigilante no paso? Se explica por los tres jurados: esas críticas gastronómicas me cautivan, acaso porque soy crítico literario y las cosas que dicen me importan, aunque las cosas a las que se refieren no.
Cada uno emplea, a su turno, un castellano diferente al de los otros, lo cual ya es toda una definición. La noche de la final murmuraron un debate fabuloso: el de la antinomia entre la sencillez y la pretenciosidad. “Pretenciosidad si le sale mal; si le sale bien, sofisticación”, especificó, memorablemente para mí, Germán Martitegui. Razonamiento que, a mi entender, debería extenderse a la vez de este modo: “Sencillez, si le sale bien; si le sale mal, limitaciones”.
Miento si digo que el tema no me quedó dando vueltas. ¿Cómo y cuándo la abundancia de recursos se vuelve un defecto: el de la ostentación? ¿Cómo y cuándo la economía de recursos, como mérito, se impone al demérito de la falta de recursos? Me tienen muy sin cuidado la langosta o la ensalada Waldorf, existiendo la milanesa y existiendo el matambre con rusa. Pero creo que la discusión de MasterChef es decisiva para la literatura argentina de estos años. Mucho mejor que preguntarles a los autores cómo fue que empezaron a escribir o a qué hora del día lo hacen.