Mi madre lloró la muerte de Evita, mi generación la de Perón. Hoy, los jóvenes con edad de nuestros hijos lloran a Néstor Kirchner. La muerte como símbolo y motor de la vida colectiva que se perpetúa ya como una tradición política.
Con las exequias de Perón pude reconocer años más tarde la misma congoja por el padre muerto que vi en los funerales de Tito en Yugoslavia. A pesar de las diferencias culturales, en ambas exequias, en Buenos Aires como en Belgrado, podía percibirse el mismo temor al futuro, confirmado ampliamente en la Argentina por el golpe del ’76 como por la desintegración de Yugoslavia.
Esta vez, hubo más dolor que temor y si es auspicioso que sobre el futuro haya más enigmas que miedo, no deja de perturbar que sobre los llantos también se escucharon muchos agravios. Una sombra que debemos disipar si efectivamente se apuesta a la política.
Tal vez, porque la política fue el gran cadáver que nos dejó la dictadura, tal como lo demostró la debacle del 2001 de la que Kirchner fue su emergente, no sorprende que los elogios más repetidos en relación al ex presidente hayan sido “volvió a poner la política en el centro”. Vale, entonces, advertir que la política es lo opuesto a la guerra. La política siempre es el otro, el cualquiera. No el que se elige por identidad.
Si la tragedia es la condición del mito y las sociedades se expresan a través de ese “discurso” o “relato”, la conmoción por la muerte del ex presidente revela como, entre nosotros, la muerte se impone a la vida como si sólo pudiéramos reconocernos en la muerte, incapaces de vivir en la tolerancia de la libertad, que siempre es desordenada, dinamiza los cambios y obliga a trabajar sobre los conflictos. En síntesis: la política.
La muerte de Néstor Kirchner desnuda, también, que a treinta años de la democratización no modernizamos la política ya que el destino colectivo sigue anclado a las cualidades personales de los líderes en lugar de las instituciones que nos trascienden. Al peronismo le corresponde esa otra tradición de matrimonios políticos, con la figura de Evita que recorre e impregna la historia de las mujeres en Argentina. Pero ¿cuál Evita? Para la generación de Cristina Kirchner, seguramente, la Evita del balcón. No la del altar. Ella estaba entre las muchachas de pelo largo a las que los compañeros cantaban: “Mujeres son las nuestras, las demás están de muestra”, en clara expresión del pensamiento sectario: las otras, las que estaban de muestra, eran las burguesas. Después vino Isabel, a la que esos mismos jóvenes gritaban: “No rompan, Evita hay una sola”, que desencadenó la furia del General por la irrespetuosidad de sus “imberbes” seguidores. Isabel cargó con el odioso mote de “la mujer del látigo”, sin que jamás hayamos hecho justicia a una ex presidenta que permaneció años encerrada y no precisamente en las mejores condiciones .
De llantos y quebrantos.
A la muerte de Eva sucedió la Libertadora, cuya intolerancia y crueldad está congelada en el peregrinar del cadáver de Evita. A la muerte de Perón le sucedió esa espiral de violencia en la que cada muerto se vengaba con otro cadáver. Preludio del terror que anticipó el golpe del ’76.
Cristina, generacionalmente, es una sobreviviente de la dictadura. Si el martirologio es una tentación para hacer de aquellos jóvenes un ideal de militancia política, ella tiene la obligación de recoger las lecciones de la violencia política. Sobre todo, porque la generación de sus dos hijos representan lo que mejor le sucedió a nuestro país en los últimos cincuenta años: ellos nacieron y vivieron en libertad. O sea, son los hijos de la democracia, a los que bien se les puede repetir el poema de Bertolt Brecht, A la posteridad, para pedirles clemencias por el mundo que les dejamos pero también para advertirles de lo que se salvaron, la violencia política que desemboco en el terrorismo de estado.
Cristina tiene la gran oportunidad para romper la fatalidad histórica del peronismo, esos llantos que anticiparon quebrantos. Ni esposa, ni viuda. La Presidenta que garantice la continuidad democrática: “Una Argentina unida, normal y seria”, como inauguró Kirchner su mandato, respetuosa de los otros poderes, para que la democracia signifique para todos lo mismo: una legalidad de valores compartidos a los que todos debemos subordinarnos, incluidos los hijos de la Presidenta.
*Periodista, escritora, senadora por Córdoba.