De todo el cotillón del nuevo gobierno peronista hubo un matiz que no me pasó inadvertido: la presencia entre las bandas animadoras del espectáculo inaugural de una llamada Sudor Marika. Los asombros primordiales se vinculaban al nombre kitsch, a la traza ambivalente de los cantores, a las letras cuyo contenido se balanceaba de lo transgresor a lo delictivo y, por fin, a la pregunta, a la incógnita de cómo los kirchneristas logran siempre estar en la cresta de la ola, en la pomada, y detectan en cada emergencia las vibrantes y efímeras vanguardias que frecuentan nuestros jóvenes.
Son asombros tan genuinos como cruciales a poco que advertimos que las manifestaciones artísticas suelen ser una suma de finalidad, condensaciones que resumen el imaginario colectivo. Si pensamos en la dictadura militar, dos películas fueron muy reveladoras: Plata dulce, de 1982, que aludía a cierta complicidad de la sociedad civil que miraba para otro lado a condición de que le dieran algunos beneficios, y La Historia Oficial, de 1985, que aludía, también desde el cinismo, al tema central de la apropiación de niños nacidos en cautiverio. Si pensamos en la década menemista, tal vez sean Pizza, Birra, Faso, de 1998, cuya trama nos enfrenta a banditas de jóvenes desocupados que caen en la delincuencia, y que representaba el choque simbólico con toda una generación que fue empujada hacia los márgenes, y Nueve reinas, del 2000, que da con el tono de una astucia argentina que se desliza en el terreno de la estafa. Pero si pensamos en los años del kirchnerismo el film que lo devela en sus resortes inmanentes es Relatos salvajes, del 2014, porque ahí lo que se advierte es el doble discurso, la tergiversación, allí nada es llamado por su nombre, siempre hay un pliegue, una entretela, un doblez por el que se escurre lo real mientras irrumpe en primer plano una teatralidad y un decorado engañosos.
Esta última señal distintiva está presente en la prosopopeya cumbianchera de Sudor Marika. Hablan de los piquetes, de la droga, del fenómeno trans, de la marginalidad, de amenazar con tijeras, pero a poco que ahondamos en la facha de los cantantes notamos que son chicos de clase media, tal vez de barrios aventajados como Belgrano o Palermo, que han logrado captar, es verdad, una sintonía lumpenizada de época, pero que jamás deben haber frecuentado un piquete ni amenazado con un tenedor a nadie y, por eso mismo, son lo que toda esa generación llamaría caretas. Expresionismo careta. Es verdad que José Hernández no era un gaucho y escribió sobre gauchos, y que en épocas de Tinder existen parejas de diseño y arrabaleros de probeta, pero el punto es otro: el punto es la impostura, la inautenticidad.
Y el peso simbólico de esa nota empalma de modo maravilloso con el glosario kirchnerista. Una mujer que con un Rolex Presidente (o “Presidenta”) se desgarra las vestiduras por los pobres, una mujer tuneada a fuerza de extensiones de pelo, prótesis de uñas e hilos de oro a la que, como en esas marionetas a las que se le alcanzan a divisar los hilos, le asoman indisimulables –aun en su humor– una rabia atávica y una acidez de estómago. Una mujer que vendría a ser la máxima sacerdotisa de una religión cuyo Dios es el Estado, pero que al mismo tiempo, usa el Estado para cometidos privados, de lo que dan cuenta el uso del Twitter del Senado o del avión de la Provincia de Santa Cruz como si fueran bienes propios. Una mujer que desprecia La Matanza (“Estamos en Harvard…”) y al mismo tiempo tiene a La Matanza como su bastión. Una mujer que no cree en el aborto y usa el aborto como contraseña para linkear con cierta juventud verde. Una mujer profundamente machista (como lo prueba su biografía) que critica el machismo como táctica epocal para plegarse al #MeToo doméstico. Una mujer que desdeña el peronismo al que usa como prótesis. Así: ¿es raro que una ley que congela los ingresos de los jubilados se llame de solidaridad?
*Escritor y periodista.