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Los intelectuales y el poder

Lamento el título de esta nota. Pero no se me ocurre otro. Es un lugar común.

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Lamento el título de esta nota. Pero no se me ocurre otro. Es un lugar común. Apenas alguien dice intelectuales y poder, en seguida unas personas traen una mesa, una jarra con agua, un coordinador, tres rumiantes con micrófono y unos pocos oyentes amortizados. De todos modos, intentaré explicar el porqué de este abordaje. Parto de una pregunta: ¿se puede tener dentro de las organizaciones políticas la misma actitud que en el trabajo intelectual? Para intentar una respuesta, propongo un rodeo. Si algo ha caracterizado a la cultura occidental es que en sus raíces filosóficas nacidas en Grecia el pensamiento ha sido indisociable de la disputa. No podía haber surgido la filosofía sin la experiencia cultural de la polis o cultura ciudadana. La ciudad ateniense fue el marco para que surgieran los diálogos socrático-platónicos en los que se cotejaban las ideas, y fue en instituciones como el Liceo en donde se escribieron los tratados que conformaron el corpus aristotelicum.

No hay pensamiento sin discusión, y la discusión nada tiene que ver con la expresión de una banda de replicantes que no dejan hablar el uno al otro ni con la duda como forma de esterilidad o inacción.

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Discutir es pensar en el obstáculo. Pensar es situar un obstáculo. No todo el conocimiento se reduce a esta forma de pensamiento ya que hay un aspecto edificante o constructivo sostenido en saberes que orientan a la acción. Pero si un sistema de saberes se legitima por los supuestos éxitos de su práctica, y protege lo adquirido con una preceptiva que le permite decretar exclusiones para defenderse ante lo extraño, frente a lo supuestamente absurdo, el delirio, la charlatanería, lo sospechoso, es posible, entonces, que nos encontremos ante un dispositivo de poder que en nombre del saber se erige en autoridad, confecciona un canon y salvaguarda así a sus integrantes. Este mecanismo, generado por el conocimiento y tutelado por el poder, habla en nombre de la verdad y se declina en un dogma. Pero ningún dogmático se reconoce como tal. Se presenta en sociedad con fundamentos y principios. Se disfraza al fundamentalismo sectario con virtudes éticas. Lo que es anquilosamiento y clausura mental se justifica en nombre de lo que se llama coherencia.

Pensar –es decir, el trabajo intelectual– es luchar contra todo esto. Sin embargo, en la política no se trata sólo de pensar sino de decidir. Por lo general, las decisiones son colectivas. Aun en los casos en los que un líder tiene un ascendiente incuestionable, no deja de consultar a consejeros y a gente de confianza. Un buen recinto para practicar el arte del pensamiento es aquel integrado por miembros que tengan opiniones radicalmente opuestas pero que al mismo tiempo estén motivados por una curiosidad ilimitada, disponibilidad no sólo a los intercambios sino a los cambios de puntos de vista, alertas ante las trampas de la certeza y buena recepción de los errores.

Un escéptico activo y resoluto pone el dedo en la llaga en donde más duele y luego, en lugar de vacilar para no fallar, se compromete con una decisión y acepta el costo de la misma. Si bien es cierto que este tipo de conducta exige coraje ya que deja al que la ejerce en posiciones por lo general minoritarias, no hay que ser ingenuo y suponer que el ejercicio del pensamiento es una labor de beatos, todas las vanidades también están en juego, y el vencer es grato y el ser derrotado indigno.

Cuentan los eruditos que en la antigua Grecia el fracaso en la adivinación de un enigma denigraba al sabio y lo mataba en vida. Consideremos otro lugar común, esa frase hecha que dice que no hay verdaderos debates en nuestro medio político y cultural. No se la repite por observar que nadie discute sino porque hay poco que discutir. Por algún motivo el discurso político de nuestro tiempo se ha homogeneizado. Todos sus portavoces hablan igual. Es muy difícil distinguir las posiciones políticas por los discursos que se pronuncian y las explicitaciones de los actos que se realizan. Una misma ética los recorre. Valores idénticos los justifican. Desde que no existe la bipolaridad ideológica que permitía situar identidades con facilidad, una especie de panprogresismo se ha convertido en la cultura oficial. La equidad social, los derechos humanos, el valor ecuménico de la educación, la necesidad de un Estado eficiente y con transparencia, la igualdad de oportunidades, el pluralismo y la diversidad, estas generalidades propias del manual del buen ciudadano se venden en todas las esquinas y pueden ser editadas y promocionadas por el PRO, el FpV, el PJ, el PS, PR, la CV, el GEN, el PO, el PC, el MAS, el ARI, la CCC, es decir todos los que están de acuerdo en los dichos y se sabotean en los hechos.

Ante la confusión que resulta de esta unanimidad tramposa, los contendientes recurren a la historia y a acusarse por el pasado. No importa, entonces, lo que se dice ni lo que se hace sino quién se es. Se es de derecha o se es de izquierda, se es estatista o se es neoliberal. Ante esta ontología sacramental, los intervinientes se agrupan de acuerdo a lo que son, y para ser lo que son necesitan estar entre ellos, siempre juntos. Se deben a la entidad que los identifica, que sólo se sostiene en el reconocimiento que se prodigan los unos a los otros. Esta entidad se llama aparato. No son ideas, no es pensamiento en acción, es aparato, instituciones disciplinarias que le dan un lugar a cada uno y administran el sistema de lugares de acuerdo a los posibles ocupantes que haya. Si el aparato está lleno, no entra nadie más, si está débil, se corren para un costado y dejan un lugar.

Los partidos de masas cobijan todo tipo de ideas. Se puede ser peronista de izquierda y de derecha, con Chávez o con Bush. Radical es López Murphy y Cobos, Terragno y Carrió. Estos partidos son movimientistas, es decir van o vienen de o para cualquier lado mientras no se les caigan los símbolos. Son asociaciones ornamentales. Viven de los mitos y de sus decorados. Cualquier persona que pretenda ser candidato de este tipo de agrupaciones debe tomar en cuenta el vestuario, la escenografía y los versitos a recitar, y sabrá de este modo cumplir con los requisitos.

Los partidos chicos, por ser chicos, restringen el temario, no quieren crecer porque saben que el crecimiento los pone en peligro. Viven de ser pocos. Es lo que siempre les sucedió a las sectas. Albergaban un secreto que sabían que no podían dar a publicidad si querían sobrevivir y no ser fagocitados por foráneos. La novedad es que ya no hay secreto, las sectas políticas de hoy sólo guardan el envase, faltan los porotos.

El intelectual que por tradición disfruta de la intensidad de los debates de ideas y de los cruces de vocabulario se ve algo decepcionado por este medio reacio a cierto tipo de polémicas. Cuanto más vacío de ideas esté el discurso, mayor importancia tienen las cuestiones de identidad. En este caso lo que importa es ser para no pensar, y de lo que se trata para el intelectual, por el contrario, es decir “pienso, luego no soy”. Eso no lo dijo Descartes, pero se le parece.


*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).