En medio de ese continuo mandar y ser servido, y obedeciendo más bien a una plácida ocurrencia que a la esperanza de tener éxito, dijo K: “Ahora marchaos los dos”.
No, no es la persona en la que usted piensa. K es el personaje del agrimensor en esa mítica novela de Franz Kafka que es El castillo.
En el libro, K ha sido convocado por los gobernantes de un castillo a acudir allí para un supuesto trabajo, pero ese viaje nunca llegará a su meta, transformándose el castillo en un lugar inalcanzable para el protagonista. Morirá antes de que franquee sus portales.
K, seguramente el álter ego de Kafka, no puede contra la hostilidad del tiempo y del espacio, donde se mueve de una manera absurda, avanzando hacia un objetivo que, por razones enigmáticas, se vuelve imposible de asir y que algunos identifican con la muerte.
Pero K no es el único personaje de Kafka llamado así. También está el oficinista Josef K., el torturado protagonista de otra novela inolvidable, El proceso. Un proceso en el cual Josef K. nunca sabrá de qué está acusado y donde jamás se verán las caras de los jueces que forman el tribunal que lo condena a muerte. En la película homónima que Orson Welles filmó sobre El proceso, los espacios por donde deambula Josef K. construyen una trama laberíntica. En medio de las gigantescas y ramificadas oficinas de la Corte, con sus miles y miles de legajos y carpetas y papeles, abriendo y cerrando innumerables puertas, Josef K. suplica: “Yo sólo quiero salir de aquí. Hay tantos pasillos que me perderé”.
Muchas fueron las interpretaciones sobre el misterioso significado de las obras de Kafka, de cuya muerte se van a cumplir pronto noventa años. Para la checa Dagmar Eisnerova, “la soledad de Kafka era paradigmática, así como la problemática moral en las relaciones del individuo y de la comunidad”.
Roger Garaudy dijo que Kafka era un escritor realista, que expresaba la alienación. Y Ernst Fisher recalcaba la deshumanización en la obra del escritor checo-alemán. Unos lo hacían simpatizante del socialismo, otros lo creían anarquista. Borges, quien tradujo y prologó a Kafka, ponía de relieve la postergación infinita que el autor propone y que muchos atribuyeron a comportamientos políticos, a la burocracia en todas sus formas, a la cosificación del ser humano. Borges le atribuía a Kafka la invención de situaciones intolerables, considerándolo el gran escritor clásico de “nuestro atormentado y extraño siglo” (XX).
Pero volviendo al Sr. K, este nombre no fue excluyente de Kakfa, sino que apareció en otros escritores, de otras latitudes:
Alguien dijo:
—Nuestros jueces son sobornables.
El Sr. K respondió:
—Por desgracia, ni siquiera es así. Son insobornables. Ni siquiera con las mejores sumas de dinero puede uno sobornarlos para que hagan justicia.
Este texto es de Bertolt Brecht ( Historias del Sr. Keuner) y dicho señor figura allí, las más de las veces, como el Sr. K.
Ray Bradbury, no se quedó atrás. En su bellísimo cuento Ylla, los protagonistas son el Sr. K y la Sra. K, viviendo una crisis matrimonial:
El Sr. K y su mujer no eran viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi todos los marcianos. Los ojos amarillos y rasgados. (…) Ahora no eran felices.
¿A qué se deberá esta insistencia en la letra K, nombrando a personajes anónimos, generalmente introvertidos, solitarios y alienados, en la literatura mundial? En grafología, según los trazos con que se la escriba, puede indicar habilidad comercial, tenacidad, iniciativa o afán de poder.
Los K de la literatura suelen ser individuos inasibles, obcecados, confundidos, perdidos, despistados, encerrados en jaulas invisibles.
Cualquier semejanza con “los K” de la política y con nuestra realidad es mera coincidencia.
Eso sí: hay una frase, cuyo autor ignoro, pero que siempre me hizo sonreír. Dice que si Kafka hubiera nacido en la Argentina, sería un escritor costumbrista. ¿Una boutade o una verdad… kafkiana?
*Escritora y columnista.