Cada apasionado de los libros tiene su propia fijación acerca de cómo ordenarlos en los estantes de la biblioteca. Hay quien prefiere ordenarlos por género, quien prefiere el orden alfabético, o por editorial, o por tamaño, o en el orden en que fueron comprados. (Karl Lagerfeld, por ejemplo, tiene una monstruosa colección de libros de arte, todos ordenados horizontalmente, unos sobre otros. Juro haber examinado con atención tratando de descubrir el criterio con que están ordenados, pero no lo encontré.) Los libros son objetos bellos y por esto no escapan a la atención de diseñadores de interiores y fotógrafos, que cuando tienen la ocasión los organizan con criterios netamente estéticos. Hace unos años, la moda era ordenarlos por color; ahora a alguien se le ocurrió organizarlos al revés, con el lomo hacia adentro y poniendo en evidencia las páginas. De ese modo, los libros parecen más ordenados, en amonía con el resto de la habitación y, naturalmente, formando una paleta de colores coherente, como explica Natasha Meiningeren en el blog de diseño Outside and In.
Cada uno hace con sus libros lo que quiere, pero la nueva moda generó algunas indignaciones entre aquellos que opinan que los libros son para leerlos –y tal vez un poco también para mostrarlos en los estantes– y no para ser tratados como un ingrediente del diseño. En un artículo en el sitio Buzzfeed se les pedía a los lectores que votaran si esta moda les parecía una “abominación” o algo “absolutamente inocuo”, y el 87 por ciento eligió la abominación. Una de las primeras fotos de los libros al revés fue publicada en Instagram en octubre por Carrie Waller, una diseñadora que administra el blog Dream Green DIY. Waller explicaba: “¿Los libros no combinan bien con los muebles? No se preocupen. ¿Quieren una solución facilísima? Acomódenlos al revés y todo estará ordenado”. A algunos les pareció una idea óptima, pero muchos otros la tildaron de estúpida –a la idea, no a ella; bueno, un poco también a ella.
Muchos, los más prácticos, criticaron la nueva moda diciendo que de ese modo encontrar un libro es muy complicado y hace perder tiempo. Pero alguien, desdramatizando, explicó que naturalmente era una solución aplicable por aquellos que poseen pocos libros, o por aquellos que poseen muchos pero saben diferenciar entre los que necesitan tener a mano y los que no volverán a leer nunca más, o por aquellos que heredaron viejos libros y que no tienen la más mínima intención de leerlos pero que quieren conservarlos. Quienes compran y leen uno o dos libros por año pueden tener una treintena de libros, y treinta libros se pueden reconocer sin dificultad, incluso a oscuras.
Si se observa la moda desde otro punto de vista, puede ser un síntoma de buen gusto, dado que de ese modo los libros no se utilizan para ostentar erudición y cultura. El que vino a poner orden fue Mark Purcell en el Telegraph –Purcell es ex bibliotecario del National Trust, la entidad que preserva los bienes culturales británicos, y autor de varios libros sobre bibliotecología–: “A nosotros nos parece extraño, pero hasta hace trescientos años cualquier biblioteca de Inglaterra, Gales o Escocia ordenaba sus libros al revés”. Efectivamente, antes del siglo XVIII, el nombre del autor y el título no estaban impresos en la tapa del libro sino en el borde de las páginas. Recién en el siglo XIX la tapa se volvió un elemento central para promover y vender los libros, que se habían vuelto un objeto de consumo masivo. El hecho de que se pueda vivir sin libros es prueba más que suficiente para entender que cuando se los tiene se puede vivir acomodándolos como a uno se le antoje. Y si el resultado es bello, mejor.