El mundo se cae a pedazos y como no sé cómo salvarlo de sí mismo, pienso en la manera de ordenar mi biblioteca. En realidad, mientras pienso en órdenes posibles construyo un mapa imaginario de acciones futuras, Israel como la tapadera adecuada para la presencia de Estados Unidos en Medio Oriente y Hamas el mascarón de proa de dictaduras (teocráticas o no) para aumentar paso a paso su influencia en la zona y aprovechar su petróleo. Esta es la trágica, dispendiosa, primitiva manera en que nuestra bestial especie organiza su control de natalidad: matando al semejante en la perpetua disputa por el territorio y la ganancia, acusando siempre al otro, que es idéntico a uno pero al que por conveniencia le atribuimos la condición de demonio, de haber lanzado la primera piedra. Nada más idiota que pretender la propiedad de la verdad y la razón.
Mientras el mundo se cae, entonces, reviso los estantes de mi biblioteca. Es curioso; Borges decía que no se enorgullecía de los libros que había escrito sino de los que había leído, callando el hecho de que los últimos, bíblicamente, le sirvieron para hacer los primeros. El orgullo, entonces, callaba el modo en que su obra estaba hecha de sustancias de la ajena. Por mi parte, veo que, en inmodesta desproporción, los estantes dedicados a las obras de ficción se ocupan, en su mayor parte, con libros comprados en mi juventud en las mesas de saldo. Durante esos años la ficción abre sus mundos y cada lectura puede volverse un descubrimiento para el escritor en formación. Luego, años mediante, las oportunidades de descubrimiento se atenúan; salvo excepciones, se leen los libros de los colegas de aquí y allá para ver cómo hacen lo que hacen. Es claro que el anhelo es siempre idéntico al de los comienzos, uno espera de la lectura algo que encuentra muy excepcionalmente, o que vuelve a descubrir en el curso de una relectura.
Mientras decrece la expectativa por las novedades proporcionadas por la ficción, aumenta la que deriva de las ofertas del saber, por así llamarlo, “teórico”. Se incrementan los espacios dedicados a ensayos de cualquier tipo, a los testimonios, las meditaciones, los diarios, las crónicas, la divulgación, la especulación, las biografías. El escritor ya entrenado y que en el curso de los años ha descubierto los límites de las zonas que recorre, en ese saber ajeno busca lo que no conoce para que le abra nuevas puertas, la promesa de empezar de nuevo. La ignorancia es el principio de la poesía, que es el motor del novelista adulto.
