Los hechos existen, pero lo real consiste en el efecto discursivo. Si hubiera alguna duda, basta con revisar los debates televisados de los candidatos presidenciales. El modelo de participación los obligó a a breves disquisiciones poco interesantes, y que invitaban a esperar las réplicas que zahieren y el gesto de burla. El verdadero debate se vio en el modo en que los medios periodísticos y las redes leían, interpretaban, forzaban los resultados. Ya no se puede leer la política como acto sino como campo de operaciones donde se sostienen convicciones o conveniencias decididas de antemano.
Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Ajustados a su marco, Schiaretti pareció solvente, bondadoso, aplomado: el candidato perfecto para presidir la República de Córdoba. Bregman estaba en su salsa: nada hay más gozoso para un trotskista que la imposición de verdades de puño que forman parte del colectivo de la fe sin Dios que busca el paraíso en el impoluto proletariado. Ella sabe que como Moisés, puede apuntar en dirección de la Tierra Prometida, pero no llegará a verla. Massa practicó el duro oficio de apuntarse como el único posible estadista verdadero, el que pone el pecho para afrontar las balas propias y ajenas, un solvente solicitador de crédito. Milei le habló vaya uno a saber a quién, como si quisiera persuadir a la clientela de una cueva: la que va del billete verde al fantasma de Videla. Y Bullrich –a quien los periodistas de La Nación+ decretaron unánime y milagrosamente como triunfadora del debate– pareció un ejemplo de exaltación robótica cuando los circuitos fallan y la máquina empieza a tirar mamporros en todas las direcciones.
