El lector recordará sin duda mis columnas anteriores, escritas entre, digamos, 2010 y 2025, en las que mencionaba mi fruición casi erótica ante a) palabras y b) títulos de libros cuyo significado desconozco y me intrigan, y que a lo largo de mi vida me han llevado a a) buscarlas en el diccionario o b) adquirir el ejemplar con el propósito de desasnarme de inmediato. Al mismo tiempo, no sé si lo dije antes y quizá no sea el mejor momento de anotarlo ahora, pero si no es hoy, ¿cuándo sería?, existe una especie de temblorosa incertidumbre que siempre me acompañó acerca de las ventajas del develamiento del pequeño misterio, una incertidumbre que lleva a pensar que los vapores de un enigma son superiores a la claridad de su resolución. Claro que esa sospecha debe limitarse a un número considerable pero no absoluto de palabras, porque un desconocimiento completo, digamos, de la totalidad del sentido de la lengua castellana me llevaría a la afasia, al enmudecimiento, la mística o el encierro. La ignorancia debe ser parcial para que de algún modo el sentido no se pierda y subsista la búsqueda del significado. El grado cero de la palabra no existe, no existe lengua sin contexto o continente conocido.
Pero dejemos de lado estas meditaciones y pasemos al asunto de la nota, antes de que el espacio asignado a esta columna se agote en las preliminares que son, volviendo de nuevo al tema del erotismo, lo más interesante de un asunto, siempre y cuando se vea seguido por el más interesante de los arrebatos y no la insostenible defección.
Entonces.
No. No voy a escribir acerca de lo que estaba pensando hacerlo. ¿Qué tiene de malo cambiar de opinión en medio de la escritura y de caballo en mitad del río? Es bastante común que la mayoría de los proyectos en los que uno se embarca llevado por ilusiones persistentes pero al mismo tiempo vagarosas, ya que a veces uno sabe lo que desea, pero casi nunca qué es exactamente lo que desea de lo que desea, esos proyectos que a uno lo sostienen en el curso de su vida, sean reemplazados en el camino por otros igualmente interesantes, o no. En mi experiencia, básicamente fundada en el conocimiento extraído de los libros escritos y leídos y corroborado de pálida manera por alguna que otra circunstancia extraliteraria… No sé qué iba a decir, aunque creo que lo que quedó en cambio queda puesto en bonita manera. Lo que corrobora lo que acabo de decir. Cambié de plan, nomás. En todo caso: la persistencia es una virtud, un tanto espartana o si se quiere estólida. Prefiero el desvío, la renuncia al plan original, como esas noches llenas de alcohol y furia y lunas rojas en que uno vacila entre dos mujeres y se queda con una tercera. Claro que eso nunca me pasó, y si me pasó ya no lo recuerdo, pero sí recuerdo que ocurría algo semejante en uno de los libros más bellos que leí en mi vida: Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, donde Marco Polo le cuenta a Kublai Khan los encantos del imperio chino que el viajero vio y que su dueño mongol nunca visitará, congeladas como están sus posaderas por el frío mármol de su trono.