El mes pasado, la Cámara de Diputados ratificó por unanimidad la adhesión de Argentina a la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur). Hubo una discusión acerca de si era compatible que Néstor Kirchner ocupase la Secretaría General y, al mismo tiempo, su banca de diputado, lo que fue presentado por los medios como una controversia política. Pero en realidad, se trató de algo bien menor, habida cuenta de lo sucedido: los representantes del pueblo apoyaron sin discrepancias un proyecto de integración que es esencialmente diferente de todas las iniciativas preexistentes.
De acuerdo con el texto y espíritu de las Declaraciones de Cuzco, Brasilia y Cochabamba, y de su Tratado Constitutivo de 2008, Unasur es una iniciativa desarrollista. Es diferente del viejo proyecto interamericano de paz y cooperación, encarnado hoy en la Organización de Estados Americanos (OEA). Como también lo es del Mercosur, la Comunidad Andina de Naciones (CAN) o el sistema Aladi, todos ellos procesos de preferencias arancelarias, concebidos hace más de un siglo para impulsar el comercio regional como respuesta a la globalización en sus distintas fases.
Unasur, en cambio, plantea un modelo de desarrollo hacia adentro para enfrentar los problemas estructurales de la región. Busca profundizar, con una nueva definición de unidad política (“Sudamérica” en lugar de “Latinoamérica”) las agendas de cooperación política y de seguridad ya existentes. Pero su eje distintivo es el impulso a la integración productiva a partir de inversiones coordinadas en infraestructura. En ese sentido, el antecedente principal de Unasur no es el acuerdo comercial entre el Mercosur y la CAN, sino la Iniciativa para la Integración Regional Sudamericana (Iirsa), foro que cumple diez años, que busca coordinar proyectos transnacionales de inversión en transporte, comunicaciones y energía. En su agenda 2005-2010, los doce gobiernos sudamericanos que integran la Iirsa identificaron 31 proyectos prioritarios –28 de ellos en transporte–, de los cuales hay once ya en ejecución.
Detrás de la Iirsa, retorna un diagnóstico geoeconómico sobre el patrón de desarrollo inequitativo en Sudamérica. Históricamente, el continente se fue modernizando sobre sus puertos y costas, relegando sus áreas centrales como la selva amazónica o el altiplano argentino-boliviano. Esta dicotomía costa-interior es la clave centro-periferia profunda de nuestra pobreza y desintegración.
Más que una agenda políticamente autónoma, la de Unasur es una agenda propia; la autonomía es una precondición de ella. Y con libreto abierto. La relativa ausencia de intervención externa es una gran oportunidad plagada de incertidumbres, con las que deberá lidiar la gestión de Kirchner al frente del organismo.
No todos apuestan al futuro de la Iirsa. Se la ve como muy ambiciosa y financieramente inviable. Por eso mismo, la conducción política de Unasur debe comprometerse con ella, y liderarla. La institucionalización y la armonía regulatoria son importantes, pero corren detrás del nacimiento de cada una de las obras proyectadas. En cada obra que se ejecute, se juega el éxito de una empresa desarrollista y el peronista Kirchner sabe de esto.
Es cierto que en Brasilia hay quienes ven a la Iirsa –y a la Unasur en general– como un instrumento de la política exterior brasileña hacia la región. No está mal que así sea, porque eso significa que Brasil compromete sus intereses con un proyecto que beneficia a la región. La crítica no es nueva: cuando el BID proponía infraestructura, nunca faltaba quien decía que era en beneficio de las multinacionales. Lo importante es que las iniciativas de transporte que abran corredores de exportación, y las energéticas que mejoren la productividad, además de beneficiar a las empresas también contribuyan al desarrollo social de sus áreas de influencia. Por eso, se debe generar una gobernanza que vincule a gobiernos, privados y sociedad civil para garantizar los resultados sociales de la integración.
*Politólogo y director de la carrera de Relaciones Internacionales de la Univeridad de Belgrano.