Hubo una época en la que leía libros para escribir libros, ahora leo periodismo para escribir periodismo… ¡Ah, quelle décadence! No obstante, debo señalar que el artículo de Elif Batuman sobre Kafka, publicado como nota de tapa de Ñ la semana pasada, es notable. Amerita ampliamente su edición, aunque no se haya cumplido ningún aniversario de Kafka, no se haya publicado ninguna nueva biografía ni haya sucedido nada excepcional. A mitad de camino entre la erudición bibliográfica y la crónica literaria, narra con ironía y precisión los pormenores relativos al litigio por los papeles de Kafka, el rol de Max Brod, el de la secretaria de Brod, el de las hijas de la secretaria de Brod (poseedoras increíblemente de muchos de los manuscritos) cruzado todo por la discusión sobre qué significa la propiedad intelectual, qué es un inédito, qué es un archivo.
Quizá reparé en el artículo porque acabo de releer a Kafka, tal vez en otro momento no me hubiera detenido en él. Mi relación con Kafka es de lo más extraña. Es la tercera vez que lo leo, casi completo. La primera vez fue hacia el final de la adolescencia, la segunda a mediados de los 90, la tercera este verano. Eso incluye también las diversas biografías de Klaus Wagenbach, la de Reiner Stach y, alguna vez, hasta la del propio Brod, entre otros varios textos. Pero lo curioso se da en esta doble tensión: por un lado, nunca pude leer un libro solo de Kafka, un libro suelto. Leer a Kafka, para mí, es leer toda su obra. Como si Kafka viniese todo junto, en bloque, como una totalidad (hecha de fragmentos, por supuesto). Pero por el otro, cada vez que terminé alguna de esas grandes relecturas, ninguna huella productiva dejó en mí, al menos de manera manifiesta: nunca escribí sobre Kafka, nunca pensé a partir de Kafka, nunca me sentí en su estela. Decir esto tiene algo (o mucho) de absurdo: Kafka está presente, de manera lateral, siempre. Pero nunca se convirtió en uno de “mis” autores, como sí lo son otros, de los que no leí su obra tres veces.
De hecho, esta vez el interés por leer a Kafka llegó por la peor vía: la crítica (el camino más recomendable y sano es primero leer al escritor y luego a sus comentaristas, y no lo contrario). Sucede que conseguí La filosofía como institución, de Derrida, un viejo libro donde incluye una conferencia sobre Ante la ley, de Kafka. Es una de las interpretaciones más incisivas de Derrida; por momentos de una lucidez y un trabajo de escritura de un rigor absoluto, que desemboca en una idea aterradora: “Quizá la literatura ha venido, en condiciones históricas que no son simplemente ‘lingüísticas’, a ocupar un lugar siempre abierto a una especie de juridicidad subversiva”. Y de allí, a tener el deseo de releer Ante la ley, sólo un paso. Y luego, como siempre, la necesidad de leer todo Kafka.
Sin embargo, no fue Kafka quien me llamó la atención en el artículo de Batuman, sino Tristan Tzara (el dadaísmo sí es uno de “mis” temas). Según Batuman, en Zurich, un filólogo llamado Bernhard Etche habría encontrado dos rarezas entre las pertenencias de Kafka: un libro deteriorado de Robert Walser (ésa no sería ninguna rareza: es conocidísima la admiración de Kafka por Walser) y un ejemplar autografiado de Première aventure céleste de M. Antipyrine, de Tzara, texto inaugural del dadaísmo, de 1916. ¿Será cierto? Nunca hubiera imaginado algo así, poco tienen en común Kakfa y Tzara. ¿En qué contexto Tzara le habría firmado su libro a Kakfa? ¡Necesito saberlo! Ya mismo me largo a buscar más información, empezando por las notas críticas a las Ouvres complètes de Tristan Tzara, seis gruesos tomos de la editorial Flammarion, que fui comprando a lo largo del tiempo y que no creo que nunca lea enteros, mucho menos tres veces.