El recientemente fallecido José Luis de Imaz (1928-2008), quizás el sociólogo argentino más prestigioso que guió a dos generaciones de estudiosos, recordaba en su obra más conocida, Los que mandan (Eudeba, 1964), que para entender a un grupo dirigente había que analizar aquellas variables que lo iban configurando.
El simplismo conduce a conclusiones de igual dimensión. El ejercicio del poder, el hacer que los demás cumplan mi voluntad, aglutina lo que es diferente. Al que propone y al que alinea sus intereses a esta realidad.
Repsol denominó a esta habilidad “experiencia en mercados regulados”, al referirse al nuevo socio de la compañía y factótum de la filial argentina, el grupo Eskenazi.
Idéntica declaración podrá hacer Marsans, para desprenderse de un porcentaje generoso de su paquete en Aerolíneas Argentinas a favor del grupo local cuya cabeza visible es Juan Carlos López Mena, de Buquebus. Y Telecom Italia, ante la irrupción de otro grupo inversor que se tutea con las altas esferas, o Telefe, hasta hoy perteneciente a Telefónica de España, celado por las huestes comandadas por Rudy Ulloa, ex chofer y hombre de extrema confianza de Néstor Kirchner.
Lo que faltó aclarar es que dicha habilidad se valora más en función del Gobierno que le toca en suerte. Porque el expertise en negociar con la entidad regulatoria francesa no es lo mismo que hacerlo en Buenos Aires, donde el abanico de interlocutores va desde Ricardo Jaime (Secretaría de Transporte), Ricardo Echegaray (ONCAA) o Guillermo Moreno (hoy, secretario de Comercio, antes de Comunicaciones). Todos fervientes apóstoles del kirchnerismo.
La vocación tira. Esta súbita vocación empresaria de la administración K tiene una característica: pone en el foco a compañías con dificultades de todo tipo. Desde un extremo en que está jaqueada su viabilidad, como Aerolíneas (en una doble pinza entre presión sindical y ahogo tarifario) hasta la amenaza de patear el tablero normativo, como en Telefe.
Esto hace desconfiar de la neutralidad del Gobierno en estos menesteres. Las empresas españolas, otrora grandes beneficiarias con el amor privatizador de Carlos Menem, están convencidas de que su fuga está condenada al éxito. No pierden tiempo en pataleos sino en coordinar una retirada ordenada y pactada.
En la Casa Rodada deberían comprender esto mejor que nadie: la reciente expropiación de Sidor del grupo Techint por parte de Venezuela dejó al desnudo la poca resistencia que hoy pueden ofrecer aun el más potente de los holdings.
Angurria societatis. Hay otra versión: el tema, que en otro momento hubiera llevado las relaciones bilaterales al borde de la ruptura, en Madrid se considera sólo una muestra más de los inconvenientes de tener como socio a un defaulteador recurrente como la Argentina, que siempre hacer prevalecer las urgencias domésticas a las cuestiones de largo alcance, como los compromisos contraídos con anterioridad.
Y una realidad insoslayable: fuera de los ámbitos de interés específico, el país como polo de atención económica no existe.
Telefónica de España espera cumplir lo antes posible con el repliegue estratégico de la aventura en medios que encabezara, una década atrás, Juan Villalonga.
Marsans tomó de Iberia el presente griego de una compañía quebrada y recibió ayuda oficial en la Península para tomar esa posta. Ahora sólo le queda irse por la puerta grande y repensar su idea de una expansión de sus actividades en la región.
Pero como contracara de estas vicisitudes en el campo privado, el Gobierno se muestra ansioso por acumular asientos en directorios y gerentes dóciles en los despachos más importantes de las empresas de servicios públicos.
Más que una lectura de la dialéctica estatismo-libre mercado, podría verse también como la manifestación de gula corporativa: acumular capital accionario para aumentar el control de la economía, macerado por una visceral desconfianza hacia todo lo extraño.
O acumular reservas para cuando la coyuntura deje de sonreír y haya que disputar todo desde el llano. Lo que podía ser una hipótesis retórica dejó de serlo en esta semana.
Oráculos. Desde Wall Street descuentan que la economía argentina ya se recalentó demasiado y que tendrá que pagar con inflación ahora y una desaceleración más tarde la aventura de crecer más allá de sus posibilidades.
En algunos sectores se empieza a notar el estiramiento de los plazos de pago y la morosidad en créditos para el consumo, auténtica estrella de los últimos años.
Los inconvenientes que muestra el complejo agroindustrial del interior no sólo es como consecuencia de la crisis del campo, sino también por el ruido que la inflación y la incertidumbre trae sobre la inversión. Por último, los pedidos, por ahora oficiosos, de sostener o elevar el dólar, por parte de sectores de la Unión Industrial Argentina, desnuda que la declarada política de tener un tipo de cambio competitivo es demasiado ambiciosa para una política económica tan simple.
En realidad tiene objetivos mucho más caseros pero no por ello menos ingenuos, habida cuenta de los milagros que la gran caja opera en gobernadores, intendentes y subsidiados del más variado pelaje.
La libreta del almacenero, como subrayaba Alfonso de Prat-Gay, exige más superávit a cualquier costa y mayor docilidad al resto para alinearse a la voluntad de los que mandan.