No tomo en serio el fin de año. El ímpetu con el que la fecha se muestra como conclusiva me abruma y me distrae. Mis tareas nunca coinciden con finales de nada y ese limbo general entre Navidades y Reyes me tiene ocupado con otras cosas que no pude hacer antes. Ha sido un año duro para todos y tampoco entiendo cómo funciona ese pack de esperanza que –envuelto entre regalos y una copa mundialista– insiste en hacerte creer que es posible dar vuelta la hoja, cuando el porvenir es tormentoso.
Habría que entrenarnos contablemente para hacer el balance. Se recuentan muertos, se restan las promesas incumplidas, se quitan los proyectos que quedaron truncos, que para los trabajadores de la cultura representan un abrumador 90%. Todo eso hecho sobre un telón de fondo de inquietantes perspectivas para el país. Ni siquiera empezaron los pagos fuertes de la deuda; sólo queda esperar más recorte, más inequidad, y –sobre todo– más gente adoctrinada para festejarlo.
Dice que el caballo es amistoso, inteligente y un gran mentor. Así que lo llamó Rafael
Así que iba a arrojar mi pesimismo en silencio sobre el arbolito de los niños, mal adornado de piñas viejas y polvorientas, pero algo raro sucedió, algo más duradero a mitad del conteo de los (d)años. Una amiga en Australia, a la que hace veinticinco años que no veo, le puso mi nombre a un caballo. Me lo cuenta como al pasar, dice que me recuerda de entonces como un tipo cálido y con el corazón abierto; que yo solía tener una actitud saludable hacia el trabajo y la diversión, dice, y se asombraba mucho ante el hecho de que yo no fumara ni bebiera. Sigo sin hacerlo. Ahora tiene una granja australiana de equinoterapia. Este caballo era campeón de carreras con arnés y le cayó a descansar en esos prados antes de irse del todo hacia los otros. Dice que es amistoso, inteligente y un gran mentor para ella. Así que lo llamó Rafael.
No sé cómo tomar ofrenda tan inmaterial. Es un regalo que ni siquiera es para mí, pese a estar en mi arbolito. Alguien que te recuerda bien, alguien que dice tu nombre cada vez que llama a su caballo, alguien que –a la distancia– le da sentido a la nada primordial de la que estamos hechos.
Insisto: deberían entrenarnos para poder hacer estos balances. Sobre todo, a los que hicimos bachiller, que siempre confundimos el debe y el haber.