“De las comidas españolas me gusta la paella, sobre todo cuando está bien hecha; es decir, cuando cada grano de arroz mantiene su individualidad.”
Jorge Luis Borges (1899-1986) citado por Esteban Peicovich en ‘El Palabrista’ (Madrid, 1980).
A Borges, como a su padre, le gustaba la paella, pero su plato preferido era mucho más sencillo. En su casa, en la mesa del Norte de la calle Charcas o en el Maxim’s de París, pedía lo mismo: arroz blanco con manteca y queso. Y si lo sentía sabroso, a punto, bien hecho, pensaba que, efectivamente, cada grano mantenía intacta su individualidad. Y, sí; era Borges.
Enorme desafío ése, para un futbolista. Funcionar dentro del todo sin dejar de ser uno, como en la perfecta receta borgeana. No abandonarse en la entrega grupal, ni blindarse en la propia virtud para ser inmune a la crítica. Ninguno es paella solo, muchachos. Por mayor perfección que alcance necesitará del otro, de la suma de voluntades. Sólo así conseguirá ser clave sin dejar de ser parte. No es fácil eso. Ni en el fútbol, ni en la política ni en la vida.
Hoy hay paella en La Bombonera, así que, si me lo permiten, me detendré en Verón, Riquelme y Palermo, tres granos de calidad extra que, más allá de las furias y el tiempo, conservan intacta su individualidad. Cada uno en su contexto.
La grandeza de Boca tiene que ver con la inmigración que bajó de los barcos, la adhesión masiva, los viejos cracks sin publicidad en la camiseta, la garra como bandera y también –pese a que me incomode como un grano en la nariz–, el plan hegemónico macrista impuesto a fuerza de chequera y vueltas olímpicas que instaló la marca en los mercados mundiales y a su gestor, ay, en la función pública. Boca, como River, su contratara, es el relato de un mismo país dicotómico y contradictorio. Estudiantes es otra historia. Allí prevalece la gesta heroica sobre cualquier otra cosa. El valor para superar la adversidad, el ansia. Y un apellido: Verón.
Juan Sebastián heredó el oficio, el talento, el apodo, el obvio diminutivo y así, audaz e insensato, salió a la vida para cumplir con la sana, inevitable y vana tarea de superar al padre. Que para colmo era un prócer del club, el que alcanzó la gloria de una vez y para siempre. Un personaje –¡por las barbas del viejo Sigmund!– definitivamente inalcanzable.
O no. Porque resulta que el hijo también lo hizo. Y mejor, porque además de la fiesta y las copas, instaló un proyecto, una idea, una razón para crecer. Quiso, pudo y supo cómo hacerlo, más allá de un estilo personal que suele irritar la susceptible mirada del imparcial. Verón maneja un talento difícil de encontrar en estos tiempos de inmediatez y vacuidad: sabe diferenciar lo importante de lo accesorio. Omnipotente, omnipresente y voraz, volvió de su dorado exilio europeo en busca de una utopía… y la encontró. Wow. Admiro a ese tipo.
Riquelme, el Enganche Melancólico, cumple a la perfección con la sutil tarea del virtuoso y allí se encapsula. Como Maradona, reina, no lidera. Necesita súbditos para crecer y provoca, por esa misma lógica, adhesiones y rechazos desmesurados. Es inútil discutirlo técnicamente: es un jugador enorme. Su problema histórico es otro. Cómo hacer para que ese talento desbordante no termine aislándolo.
“La ganó solo”, juran sus incondicionales cuando recuerdan la Libertadores de 2007. Yo les creo, y justamente por eso, el elogio naufraga en el fuego divino y se quema, lástima, como las malas paellas. Lo que dicen es que Riquelme no conduce, sino que, en todo caso, regala victorias. Las entrega con cierto desdén, como aquel pase a Palermo hace un año, el día de su gol récord. Asiste. Cumple. Puede hacerlo, claro. Solo que así, como tanto caudillo nativo, su historia se cierra fatalmente en sí misma. Será leyenda. Habrá clones, exégetas, club de fans… pero no continuadores. En fin. No esta mal eso. Es un estilo.
Palermo es el único integrante de esta tríada con el que tuve algún tipo de contacto personal. En 2005, poco antes de casarse por segunda vez, aceptó posar para la tapa de una revista masculina que yo dirigía y allí lo vi, soportando con una sonrisa dulce y profesional el intolerable asedio de medio Canal 9, donde se hicieron las fotos. Es un héroe moderno. La gente se identifica con su éxito, pero lo ama por su coraje. Por su imperfección. Es un tronco, dicen, y eso no le importa a nadie.
Falló tres penales en un mismo partido, se quebró tibia y peroné festejando con hinchas, hizo goles obvios e imposibles: roto, en plena recuperación, pegándole con los dos pies a la vez, desde el medio de la cancha o debajo del arco. Le pasó de todo. Rompió todos los récords, debutó en un Mundial a los 36 y todavía la pelea, tan cabeza dura, incansable, generoso. Palermo es lo que todos podríamos haber sido con un poco más de suerte. Un mortal tocado por la varita. Un elegido.
Hoy chocan dos equipos y tres modelos de argentinidad pura y dura, compatriotas. Aprovechemos, pues, que hay para todos. Yo ya dije lo mío, ahora ustedes adhieran, refuten, piensen, descarten, imaginen.
Elijan, que este es el año.