En la columna del domingo pasado hablé del cortapapeles que me regaló una institución oficial coreana. Unos días más tarde tropecé con este pasaje en medio de una novela policial: “El presidente tomó el abrecartas que formaba parte de un sencillo pero muy hermoso juego de escritorio, regalo de la República Popular China”. La novela, que lleva el horrible título de ¿Por quién suenan las cornetas? (el original es What are the bugles blowin’ for? a partir de un verso de Kipling) es de 1975. Confirma la vigencia del cortapapeles en la época y también que los países orientales son afectos a regalarlos. El viaje del cortapapeles es una de las tantas coincidencias que señalan la proximidad entre la realidad y la ficción, es decir que no hay tantas cosas en el mundo y que uno vive tropezándose con ellas cuando lee, de tal modo que cualquier libro está lleno de túneles misteriosos que conducen a la vida cotidiana del lector. (Suena un poco místico, pero tampoco dije que creía en los ovnis.)
Me detengo en la novela policial. El autor es Nicolas Freeling (1927-2003), un inglés que vivió buena parte de su vida en el extranjero y creó los personajes de Piet van der Valk, detective holandés, y Henri Castang, miembro de la policía judicial francesa, el cuerpo al que perteneció el comisario Maigret. No sé si todas las novelas de esta serie son iguales, pero la de las cornetas es perfecta. Un alto burócrata estatal llama a la policía para comunicar que llegó a su casa, encontró a su mujer y su hija de 17 años en la cama con un pintor amigo y los mató a los tres.
Doscientas páginas más tarde, han transcurrido la investigación, el juicio y la sentencia sin que las fuerzas del orden averigüen absolutamente nada más. No hay ninguna revelación inesperada ni se entiende por qué el hombre tomó esa decisión; ni siquiera se llega a saber si la otra hija, que muere a los pocos días en Londres de sobredosis, fue o no asesinada.
Si Freeling no incurre en el vicio mayor del género (la superstición de que la investigación debe progresar), en cambio alude continuamente a la literatura policial de todas las latitudes y al sistema judicial francés; ésta es acaso la introducción más amena al tema. Entre otras cosas, explica Freeling que en los juicios criminales orales, en los que en el veredicto intervienen ciudadanos comunes, no se explican las razones de la sentencia: sólo se la da a conocer. Por uno de los túneles de los que hablo arriba, llegamos a una declaración reciente de Jean-Luc Godard que pide lo contrario: que las deliberaciones de los jurados en los festivales de cine sean públicas (experiencia que alguna vez se practicó con gran éxito en el Festival de Bariloche). El paralelo es claro: si los jurados son profesionales, deberían articular su punto de vista y darlo a conocer, como los jueces letrados. En cambio, los legos tienen derecho a votar según su intuición o su capricho. Eso es lo que ocurrirá a partir de este año en el Festival de Cine de Roma, donde sólo el público será quien decida los premios Marco Aurelio, nombre que no se sabe si homenajea al emperador filósofo o al director de la muestra, el suizo Marco Müller. Müller empezó hace muchos años en el maoísmo para terminar ahora en el populismo. Como dicen que hizo un tal Zannini.