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palabras poco felices

Los usos del pasado y sus límites

En los últimos días, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner incorporó referencias del pasado en sus discursos. El 14 de agosto, en un acto en la Casa Rosada, asoció su propia figura a la de Manuel Dorrego y relacionó el fusilamiento de aquél en 1828 con el “fusilamiento mediático” presuntamente sufrido por el actual gobierno.

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En los últimos días, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner incorporó referencias del pasado en sus discursos. El 14 de agosto, en un acto en la Casa Rosada, asoció su propia figura a la de Manuel Dorrego y relacionó el fusilamiento de aquél en 1828 con el “fusilamiento mediático” presuntamente sufrido por el actual gobierno. Seis días más tarde, en ocasión de la firma del acuerdo con la AFA, usó la figura del “secuestro de goles” para referirse a cómo funcionaban las transmisiones del fútbol hasta ese momento, y la equiparó con el secuestro de personas durante la dictadura. Se trata, en ambos casos, de una evocación de hechos históricos concretos: Dorrego fue fusilado; miles y miles de personas fueron secuestradas. Son hechos indiscutibles, que implican la radicalidad de la muerte y de la desaparición y, por lo tanto, difícilmente aptos para construir metáforas, y menos aún metáforas banales. Muchas voces se han alzado para criticar ética y políticamente las poco felices palabras de la Presidenta. Me interesa aquí reflexionar a partir de ellas sobre los usos de la historia y sus límites.

Como historiadora, quiero empezar mencionando una cuestión que no por obvia es menos pertinente: el pasado no es monopolio de los historiadores. Cualquiera puede recurrir a esa cantera para escribir relatos, legitimar acciones, forjar identidades. Así, diferentes grupos –sociales, étnicos, políticos, etc.– acuden al pasado para construir memorias colectivas o para dar forma a sus propias interpretaciones de su lugar en el mundo y a sus propuestas de futuro. En ese marco, la historia como disciplina es una manera particular de trabajo sobre el pasado, que supone una pretensión de conocimiento a partir de una serie de reglas y presupuestos definidos y vueltos a definir, sujeta siempre a debate y a cambios, pero no arbitraria. En palabras de Eric Hobsbawm: “La profesión del historiador es inevitablemente política e ideológica, aunque lo que un historiador dice o puede no decir depende estrictamente de reglas y convenciones que requieren pruebas y argumentos…”. Al mismo tiempo, las producciones de los historiadores circulan en un ámbito que trasciende el de la propia disciplina, junto con otras tantas versiones que, sobre el pasado, se cruzan e interactúan en el espacio público.

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La diversidad de interpretaciones sobre ese pasado y el debate en torno a ellas es un rasgo característico de las sociedades pluralistas. Pero recurrir a la historia para intervenir en la vida pública conlleva también responsabilidades. Pues si bien hay un amplio campo para la polémica y la disputa, hay algunos hechos “duros”, concretos, que desde el punto de vista histórico se pueden considerar ciertos y probados. Mientras la mayor parte de esos datos carecen de relevancia en el debate público –qué día murió Belgrano, por ejemplo–, cuando refieren a episodios que implicaron violencia y muerte, y que han sido y son traumáticos para el conjunto de la sociedad, se convierten en portadores de una carga de sentido insoslayable. No es que no sea posible discutir en torno a sus causas y a sus consecuencias, a su magnitud o a los detalles de su ocurrencia, pero esas discusiones tienen un límite: el de aquel núcleo de verdad probada que trasciende a la interpretación. En tiempos recientes, esta cuestión ha adquirido notoriedad con la negación del Holocausto por parte de quienes sostienen que esa tragedia nunca ocurrió. En nuestras playas, todavía se escuchan algunas voces que niegan que la dictadura haya secuestrado y desaparecido personas. No me refiero al legítimo debate en torno al porqué, al cómo o al cuánto, sino a la negación lisa y llana de ese hecho.

En una escala menor, pero no por eso menos significativa dada la envergadura de quien las enunciara, al utilizar las metáforas de “fusilamiento mediático” y “secuestro de goles” la Presidenta no sólo violentó un límite ético y político sino que, además, eludió frívolamente la responsabilidad en el uso público de la historia.


*Historiadora (UBA/Conicet). Autora de Buenos Aires en armas (Siglo XXI, 2008).