La semana pasada les conté que pasé un extraño 24 de marzo en Berlín, preguntándome qué conmemorar y de qué forma. Pero si de otros holocaustos se trata, y si se piensa en la relación victimaria que traza la sinuosa línea que une a alemanes, israelíes y palestinos, creo que vale la pena contarles lo que acabo de ver en este festival Digging Deep And Getting Dirty, en el teatro Schaubühne. Ante la mención de la palabra Gaza, o la menor insinuación de que el holocausto palestino parece no tener fin, los actores israelíes braman sobre el escenario: “¡No se puede comparar!”. Se toman a la chacota todos los imperativos que pesan sobre ellos. En este evento tan germánico, que –fiel a su tradición de teatro político– bucea en las relaciones entre identidad e ideología, el teatro nacional Habimah de Tel Aviv va tan lejos que mete miedo. Hace mucho que no tenía esta sensación de impiadosa travesura; la única experiencia parecida que recuerdo me sucedió a los ocho años, cuando en una obra durante Teatro Abierto escuché a un actor decir una muy mala palabra, y me horroricé porque pensé que se le había escapado. Estaba Alfredo Alcón en la platea, viendo la obra, y lo primero que pensé (y aún lo recuerdo) fue: “¡Pobre actor! ¡Se le escapó una grosería justo ahora que lo vino a ver Alcón!”.
Esta obra se llama Tercera generación, y una vez más me tuvo como un chico, escuchando horrorizado lo que no se puede decir nunca. El cóctel de clichés gritados en primera persona hasta agotar el stock no sólo es violento y felizmente grosero, sino que va más allá de toda paquetería simbólica o refinamiento burgués, para tornarse desopilante. Actores de estos tres países, dirigidos por la israelí Yael Ronen, desarrollan la experiencia biográfica de los jóvenes de esta “tercera” generación en un conflicto que no parece tener fin, y que se origina en el Holocausto. La primera generación (la de víctimas y victimarios) no se refiere sólo a judíos y alemanes. Los palestinos también hablan de su “catástrofe”, su holocausto, cuando se crea Israel. Con la segunda generación se movieron las piezas del conflicto: Alemania se empapa en culpa, Israel victimiza a Palestina, Palestina lanza la Intifada, mientras el mundo islámico parasita la causa en propio beneficio, al tiempo que desprecia a sus hermanos desvalidos en arábigo silencio. En Jordania son ejecutados; en la frontera egipcia se les niega el paso y el refugio. Y ahora, la tercera generación, la de la encrucijada más oscura, sea tal vez por eso la más lúcida. Palestina es víctima no sólo de Israel sino –y por sobre todo– de Hamas; los israelíes se dividen en tantos puntos de vista como sean necesarios para justificarse a sí mismos, y por consiguiente se odian mucho más entre ellos que a sus victimarios, y por último los alemanes ya sienten más o menos saneada su culpa y les gustaría no ser tenidos como socios de hecho de las atrocidades perpetradas en Gaza. No estoy informando nada nuevo, pero es conmovedor ver a un grupo de actores palestinos residentes en Tel Aviv que viajan a Alemania con pasaporte israelí acompañados de sus colegas judíos para visitar los campos de concentración de Sachsenhausen y tratar de entender qué hacer con todo esto. “Hemos entendido que ninguna especie es superior a otra”, se mofan con malicia los alemanes, erigiendo múltiples pancartas que parodian su activismo y su buena conciencia, “y por eso pedimos el fin de la masacre en Palestina, así como también el fin de los criaderos de pollos para alimento, o el ordeñe sistemático de vacas, que es tortura”. “¡Iguales derechos para todos los animales humanos y no humanos!”
La obra se estrenó en Israel: no hubo censura, si bien la recepción es escandalosa. No se podrá mostrar en Palestina (o lo que queda de ella) porque allí impera lógicamente un boicot a todo lo que tenga que ver con un teatro nacional israelí. En la apacible Alemania, el estreno prometió mucho lío: el día previo se esperaban demostraciones de organizaciones judías, porque Alemania es tal vez el único país del mundo que no puede ni siquiera osar cuestionar la idea de un Estado de Israel.
La obra –cruel y valiente– goza del arduo privilegio de ser irrelevante; es sólo teatro, y no modificará en nada el conflicto que la origina, y que ya se ha cobrado con sangre de tres generaciones. Sin embargo, charlar con estos activistas de la razón, que –temerosos y sorprendidos– se presentan en la obra con sus nombres, apellidos y seudobiografías, es, en medio de tanto desasosiego, un delicado bálsamo.