Los machistas no nacen. Se hacen. Se van configurando, con su identidad, a través de mensajes y modelos familiares, de mandatos y consignas sociales, de discursos que pueblan el aire social, de estereotipos divulgados, valorizados y confirmados por la política, el deporte, el cine, la televisión, las redes sociales, los medios en general, la moda, la publicidad. Que una mayoría de varones maduren como hombres machistas no asombra, es parte del paisaje, es lo más visible. Pero un varón no es machista por ser varón. Y hay un machismo embozado que anida en muchas mujeres, que no solo por falta de alternativas sino en demasiados casos también por elección recogen el modelo y, a través de los mismos canales antes mencionados, son funcionales a él, aprobándolo. Es que el machismo es una enfermedad social y cultural, una patología ideológica que el tiempo, la repetición y las circunstancias ayudaron a convertir en crónica. Y como ocurre con tantas enfermedades crónicas, quien las padece termina por vivirlas como parte de su naturaleza, encuentra los modos de convivir con sus manifestaciones, de adaptarse a ellas y de considerar que así son las cosas.
De todos modos, son las mujeres las víctimas más dolientes y dolorosas del machismo. Violaciones, femicidios, abusos, acoso, palizas intramatrimoniales, golpizas en los noviazgos, son los emergentes más brutales de la enfermedad. Se suman otros, como descalificaciones, inequidad laboral y profesional, desigualdad ante la Justicia y prejuicios abundantemente sembrados en la sociedad, como el que hace pocos años llevó a un hato de ignorantes a bajarse como pasajeros del avión que los traería de Miami a Buenos Aires porque la aeronave estaba al mando de una comandante y llevaba como copiloto a otra mujer. Ni la educación, ni el dinero, ni la figuración social son antídotos. Se necesita algo más fuerte, de lo que demasiadas personas carecen: capacidad de pensar, es decir de reflexionar, evaluar, discernir y salirse de la jaula de los mandatos y los dogmas.
Como la enfermedad adquirió a lo largo de los tiempos un carácter pandémico, es importante que cada uno, independientemente de su sexo, pero sobre todo los varones, se revise honesta, sincera, íntima y crudamente a sí mismo para cerciorarse de no ser portador del virus. Este es mutable y resistente a los discursos de compromiso, a las actitudes para la tribuna, a las acciones oportunistas, y suele mimetizarse en muchas ocasiones con eso que se denomina “pensamiento correcto”.
El virus del machismo puede lograr que todo lo que el caso Darthés trajo a la superficie, lejos de convertirse en un verdadero punto de inflexión (no en uno deseado o meramente declarado) para avanzar contra la enfermedad, se desvíe y se convierta en una nueva grieta: feminismo versus antifeminismo. O incluso peor, machismo contra hembrismo. El peligro está en el aire. Basta con recorrer las redes sociales y registrar el excremento machista depositado allí por muchos varones anónimos y cobardes (versiones digitales del golpeador, del abusador, del femicida) y también ver reacciones de mujeres que reflejan un pensamiento binario muy típico de nuestra sociedad. Las redes, se dice, recogen humores y atmósferas sociales.
Como decía Martin Luther King, es el silencio de los buenos lo más peligroso en momentos de intolerancia, violencia e incomprensión. Muchos hombres y mujeres se aman con respeto, cuidado y fecundamente. Muchos hombres y mujeres trabajan a la par apreciándose y complementándose, muchos comparten visiones y propósitos aun sin conocerse, y los honran. Ellos son parte esencial del sistema inmunológico en la confrontación con la enfermedad. Sus voces deben ser hoy las más potentes, sus ejemplos los más visibles, sus acciones las transformadoras. Celebrando sus diferencias sin licuarlas artificialmente, integrándolas y complementándolas. Todavía no se oyen ni se ven lo suficiente. Todavía, pasivos, son espectadores del horror y de la nueva grieta. Mientras lo sean, el machismo habrá aprovechado la confusión para ganar otra batalla.
*Periodista y escritor.