Vivo en una casa al frente que forma parte de un PH. Mis vecinos acceden a sus departamentos por un pasillo largo y angosto. El pasillo es descubierto, así que resulta luminoso durante el día, pero está mal iluminado en la noche. Durante años, en el último departamento, el del fondo, vivieron una vecina evangelista, petisa y flaca, y su hija, gorda y renga y con problemas. La madre, también rara, pero más social, cada tanto venía a tocarme el timbre para venderme las novedades de su fe y a reclamarme con mal tono que cortara una hiedra cuyas ramas caían sobre su propiedad; la hiedra, me cansé de explicarle, pertenecía a una casa lindera, y hasta me tomé el trabajo de andar por los techos buscando el origen de su matorral. Pero ella no parecía entenderlo. Cada tanto sonaba el timbre y la mujer me llamaba por mi primer nombre, el que aparece en la boleta de servicios: “Señor Norberto, la hiedra... ¿Cuándo va a cortarla?”. O: “las hojas de su hiedra caen sobre el pasillo común y es su responsabilidad barrerlas”.
Con el tiempo, le resultaba más difícil caminar y terminó moviéndose en una silla de ruedas que empujaban sus compañeras de fe o su propia hija. Durante años, la única actividad visible de la hija, o el único momento en que me la cruzaba, era cuando atravesaba lentamente el pasillo, viniendo desde el fondo, y salía a la calle a recibir al chino que venía con su zorra cargada de cajones de cerveza.
Como el estado de abandono de estas mujeres era grande, les habían cortado la luz o no funcionaba el timbre, no lo sé, así que el chino se hartaba de golpear la puerta de chapa de la entrada común hasta que la mujer aparecía. Día tras día, todos los atardeceres, el chino empezaba a darle con el puño a la puerta, enloquecedoramente. Yo me cansé de asomarme y decirle al chino que antes de venir llamara por teléfono para avisar, pero el chino no entendía o se hacía el que no entendía. A cualquiera de mis comentarios respondía con una sonrisa y después me daba la espalda y vuelta a darle a la puerta hasta que abrieran.
Una noche, la madre tocó timbre en mi casa. “Señor Norberto, ¿puede ir a ver qué pasa? Trato de entrar a mi departamento, sé que mi hija está adentro, pero no me abre”. La acompañé, haciendo crujir en la caminata las hojas secas de la hiedra que no era mía. Se escuchaba música desde el interior. La madre comenzó a llamar a su hija, con voz finita, reclamante. La nombraba (no recuerdo el nombre de la hija), le pedía por favor que abriera. Su departamento no está “cerrado”, es decir, es la clase de PH donde la pared
que delimita con el pasillo está abierta; en general, durante décadas, cada inquilino o propietario instalaba uno de esos horribles toldos de plástico que se suben o bajan haciendo girar una manivela, pero ellas nunca habían completado el cerramiento. Por lo que me subí a un banquito y espié. La hija estaba sentada en el patio descubierto, sosteniéndose una mano con la cara, o a la inversa, y escuchando radio. La llamé, pero tampoco pareció escucharme, aunque grité. Creo que se resolvió llamando a la policía, ya no recuerdo.
Otra vez, fue la hija la que me llamó, porque la madre se había caído de la silla de ruedas y no la podía alzar. “Señor Norberto, puede ayudarnos…”. Entré el departamento. La madre estaba tirada en el piso, con la pollera alzada casi hasta la cadera, y tenía llagas rojas en las piernas, como si fuera leprosa o tuviera una forma particularmente agresiva de la soriasis o como si esas llagas fueran parte de un martirio que le ofrecía a su dios omnipotente. No recuerdo si alrededor de la caída había o no ejemplares desparramados de Atalaya.
En algún momento, la madre murió. Nadie me lo dijo, ni vi la ambulancia esperando en la puerta. Solo lo supe por el efecto de la ausencia. Ahora la hija se pasea por el barrio, hablando sola, dejando en el aire quieto de la calle el olor de su cuerpo. Camina basculando, casi en cuarenta y cinco grados a cada paso. Para no caerse, usa de andador la silla de ruedas que heredó de su madre. Quizá cree que sigue cargándola, llevándola, empujándola.