Eso de que madre hay una sola es una sentencia (nunca mejor elegida una palabra) más macaneadora que toco mocho. Y no me vengan con eso de “por suerte”, porque mucho mejor sería tener varias, una alegre, otra prejuiciosa, otra más mala que una araña, una artística, otra doméstica, otra profesora de matemáticas, otra bailarina y así. Claro que si una se lo piensa descubre que sin saberlo, tiene bastantes más que una madre. Vea: están la madre del borrego, la que nos propina el psicoanálisis, las madréporas y las madreselvas, la Madre Patria, la santa viejecita que lava y lava en el piletón del conventillo y que francamente ya está completamente out, y está, ¡oooooh!, está la Madre Naturaleza que es la encarnación de la Justicia, así, con mayúsculas. Porque mire que la hemos cubierto de jugarretas, traiciones, agachadas, felonías y alevosías a la pobre. Llena de cicatrices quedó y no se lo merecía, al contrario. Desde el paraíso terrenal hasta acá nos llenó de dones, regalos, ofrendas y placeres. Y mire cómo le pagamos: con aire enrarecido, ríos contaminados, especies en peligro o directamente suprimidas, cielos con smog, un desastre. Pero, cuidado, la Madre Naturaleza tonta no es; yo diría que es más viva que todos nosotros juntos. Y sí. Además, complicada, casi tanto como la que nos puso en el mundo y termina por empujarnos al diván. Escondedora, podría decirse. Nos damos corte porque bajamos a las cavernas subterráneas llenas de estalactitas y estalagmitas, y subimos a las cumbres más altas del planeta y descubrimos cortezas y núcleos de lava líquida y echamos sondas en los abismos y subimos allá arriba y ahora parece que hasta volamos, pero en realidad Ella nos sobra por todos lados. A mí se me hace que un día de estos nos va a dar el gran susto y las multitudes van a desparramarse por las calles y las plazas en busca de consuelo y remedio mientras Ella se sonríe y piensa: “¡Minga!, se lo tienen merecido; que se aguanten”.
Estas consideraciones no tienen nada de original ni de maravilloso, pero se me ocurrieron mientras leía en un diario un comentario acerca de la falla de San Andrés. He ahí un buen lugar para el susto. No digo que no haya otros. Los glaciares allá en nuestro sur, por ejemplo, o el Gran Cañón del Colorado. O los geysers de Islandia. En fin, lugares no nos faltan. Como que fue Ella Misma la que dispuso el escenario. Nos va a dar un susto mayúsculo, acuérdese de lo que le digo. Yo tengo una amiga que hace como treinta años que vive en San Francisco (no el de Córdoba: el de California) y una vez fui a visitarla y dormí en su casa y al día siguiente, frente a un desayuno americano lleno de cereales y jugos de frutas, le confesé que había pensado antes de caer dormida en que estábamos durmiendo sobre el peligro. Me sentí un poco ridícula, pero ella se rió y me dijo que a ella le pasaba lo mismo a cada rato. No todas las noches: bastante seguido. De repente, en medio de la noche, dice, abre los ojos y sabe: “Estoy durmiendo sobre la falla de San Andrés. ¿Y si se abre y me traga?”. Entonces le digo: “¿Y qué hacés?”. Ella contesta: “¿Qué querés que haga? Me doy vuelta para el otro lado y sigo durmiendo”.
Un día en esta tierra redonda verde azul y de oro no va a haber nada. Nada nunca más. El viento. Un cardo. Un gusanito anfibio. Nada. Y, por un lado, nos lo tendremos merecido. Y por el otro lado, somos depredadores, pero en cierta manera asombrosos. Sabemos que eso va a pasar. Pero seguimos escribiendo, pintando cuadros, erigiendo edificios, inventando aparatos, componiendo sinfonías, soñando con mundos mejores. Que los habrá algún día, no lo dude, pero no en éste.