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Magia y truco

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César Aira montonero! Bueno, no es para tanto. Sólo que acaba de publicar una novela en las ediciones de la Biblioteca Nacional, en la colección de libros en formato bien pequeño, que la BN vende en una máquina expendedora (antes alcanzaba con monedas, pero por la inflación ya no). Se titula El ilustre mago, y en ella retoma tópicos, rasgos e ideas de varias de sus novelas anteriores, empezando por otra de título muy cercano: El mago. A la vez, el comienzo cita, ya como comedia, cierto clima trágico, por no decir angustioso, de Cumpleaños. Sólo que en aquella, el cumplir 50 lo llevaba a escribir “hace poco cumplí cincuenta años, y había acumulado grandes expectativas con la fecha (…) y sin embargo, no pasó nada”, mientras que El ilustre… ahora como chiste privado, arranca así: “Pasados los sesenta años, ya gozando de cierto prestigio de escritor, un domingo a la mañana me paseaba por la feria de libros del Parque Rivadavia”. Aira va envejeciendo, y yo también (aunque menos que él, claro: lo conocí en mi adolescencia, y a él ya le temblaban las manos) y no va ser aquí asunto de repetirme, de volver a escribir que, en mi opinión, cada novela de Aira integra una especie de anti-obra de arte total. Especie de Balzac al revés, necesita publicar en editoriales grandes, pequeñas, multinacionales y underground, novelas buenas, malas, regulares y geniales, hasta desembocar en un arte que se vuelve conceptual, en la noble tradición de la vanguardia que desafía la distinción entre alto y bajo, lo erudito y lo popular, realismo e imaginación. En fin, volví a repetirme (la chochera de la vejez tal sea eso, decir mil veces la misma cosa). Por cierto, en El ilustre mago también hay un personaje central, llamado Osvaldo, que recuerda vagamente a su homónimo de Los dos payasos, sólo que una vez que el pase del testimonio hubiera ya ocurrido (y ocurrió, qué duda cabe).

Pero no es a todo eso que pienso referirme este domingo otoñal, sino a la naturalidad con que en las novelas de Aira aparece eso que puede llamarse “marcas de época”, o simplemente, realismo. El ilustre mago comienza con la descripción del Parque Rivadavia después de una de esas tormentas que de un tiempo a esta parte arrasan a Buenos Aires, y continúa con una mención a Facebook: “Se podía apreciar los destrozos de la tormenta de la noche anterior. Arboles centenarios arrancados de cuajo yacían por tierra, exhibiendo raíces que parecían arañas o pulpos representados con la materia bruta, amontonados unos sobre otros, con ramas y follajes ajenos enredados en los propios. Los bancos los imitaban: había montones de hierro retorcidos por el temporal (…) le oí decir a un puestero que los vecinos de los edificios de enfrente habían filmado esas danzas apocalípticas y a esa hora las estaban subiendo a sus cuentas de Facebook”. Todo en Aira parece tan sencillo, tan accesible, tan espontáneo, tan familiar, que su realismo se vuelve… se vuelve… ¿Mágico? No, todo lo contrario: aunque juegue una y otra vez con la magia, el realismo de Aira es profundamente intelectual, radical, conceptual: a diferencia del mago, que dice “aquí hay un truco, pero ustedes no lo descubrirán nunca”, las novelas de Aira nos maravillan porque parecen decir: “Aquí no hay ningún truco”. Y probablemente sea cierto.

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