Me estremece comprobar que mis caprichos lleguen a los oídos de los dioses. La semana pasada me declaré harto de la realidad y Argentina, que es un país casi inexistente, me brindó una semana entera de ficción. No una de esas ficciones urdidas en los laboratorios de las grandes productoras televisivas (la BBC, FOX), que responden a un modelo más bien clásico de lo ficcional y de lo imaginario, sino una ficción modernísima, que involucra a todos los actores de la política, la economía y la prensa en el habla psicótica (paranoica) de un canallita de provincias que, primero, finge estar brindando un testimonio y luego declara que el carácter testimonial de su palabra habría sido una ficción preparada para demostrar... (¡Dioses, ayudadme!) quién sabe qué.
Apunto una sentencia que los estudiantes de ciencias de la comunicación deberían grabar a fuego en sus grilletes laborales: no se hace periodismo de calidad utilizando cámaras ocultas. Si así fuera, el primer testimonio que permitió desmontar el affaire Watergate hubiera sido el último, y Nixon todavía seguiría gobernando Estados Unidos.
Pero no es eso lo que me interesa destacar, sino la extraordinaria calidad de un testimonio-ficción (un sabio chino sostuvo alguna vez que “la verdad tiene estructura de ficción” y la lección, tallada en piedra sobre las puertas del oráculo, hoy nos alcanza con sus dedos temblorosos) cuyos pormenores estamos analizando en estos días.
Analizar, en algún sentido, significa someter el discurso (el propio, el de los otros) a una paranoia experimental y controlada. Pero cuando el discurso analizado es el de un paranoico desaforado (es decir: la excrecencia más tortuosa del capitalismo) resulta un poco complicado sostener el control (experimental, analítico) y no dejarse arrastrar por los brazos tatuados de la ficción testimonial (o del testimonio-ficcional, lo que se prefiera).
El discurso que en estos días nos conmueve es argentino hasta la médula, pero como “argentino” es, antes que una propiedad constante, la intermitencia de una imaginación desaforada, eso nos permite situar lo oído en relación con mil variedades de discurso diferentes de la picaresca criolla. Quien le puso el cuerpo (no digo su emisor, porque la instancia de enunciación, en este caso, es muy compleja) podría o no ser el hijo natural de un presidente muerto, lo que nos arroja en las profundísimas y heroicas aguas de la tragedia (que mezcla relaciones de soberanía y relaciones familiares en partes iguales).
Pero además, el testimonio (admitamos que se trata de una ficción performática, teatral) parece participar del esquematismo que a Theodor Adorno tanto le molestaba del teatro de Brecht, cuando éste presentaba las relaciones capitalistas como una disputa de pandilleros o de mafias. Tragedia, sainete, teatro épico, paranoia, corrupción (de la carne y, sobre todo, de la imaginación pública). ¿Qué más se puede pedir? ¿Verdad? ¿Justicia? No quiero impacientar a mis dioses (que son griegos). Me conformaría con un asesinato (ficcional).