Ese cinismo algo canchero y descreído, y políticamente pragmático, que ahora, por convención, llamamos “los años noventa”, ¿no se incubaba ya en las páginas de Flores robadas en los jardines de Quilmes? Lo pienso mientras sigo por televisión una cordialísima entrevista que el Turco Asís le realiza al Turco Menem por Crónica TV. Asís sondea, con voz pastosa pero punzante, las posibles zonas de heridas abiertas del ex presidente argentino. Le pregunta por lo que supone que le puede doler, aquello que sospecha que hoy en día lo tiene mal. Le pregunta por los amigos que ahora lo desconocen, por los políticos a los que supo dar existencia y ahora juegan para el enemigo, le pregunta por los traidores que hasta lo dañaron en su patrimonio, por la prisión domiciliaria en su momento, por la humillación que debe sentir por tener que pedirle permiso a un juez cada vez que quiere salir del país. Menem a todo responde sereno, superado, indulgente, más allá. ¿Los traidores?: allá ellos; ¿el dinero?: no hace la felicidad; ¿la prisión?: se la bancó calladito; ¿la Justicia?: está haciendo su trabajo. Carlos Menem se muestra tranquilo, no hay cosa que le haga mella. O en todo caso sí, hay una sola, pero esa sola lo molesta mucho: que en la jura legislativa de hace unos años, y ante su presencia, el entonces presidente Kirchner haya tocado lo que tocó (madera) y se haya tocado lo que se tocó (un huevo). Con esto sí Menem se irrita, se desencaja, equivoca las palabras (quiere decir calidad y dice calidez). Con esto sí se fastidia, y no puede parar de volver al tema.
Hace años, cuando tenía el poder, se decían muchas cosas de él: que era corrupto, o mujeriego, o gorila, o inculto; muchas cosas de él se decían, y a él ninguna lo perturbaba. Excepto una: cuando decían que era yeta. Eso sí lo sacaba de quicio, sobre todo porque una venenosa lista de hechos (la muerte de Hugo del Carril, una lesión del Checho Batista, el accidente de Scioli) acompañaba tal aserto. Eran tiempos de declive para el pensamiento racional en Argentina, eran tiempos del imperio del puro pensamiento mágico. Ese mismo que nos convenció de nuestro completo primermundismo.