Toda la vida charlé conmigo misma. Tengo mucho autorreportaje, muchas conclusiones, mucha discusión interna. Así que si me hablás y no te escucho, no te enojes: estoy charlando conmigo…
Soy Dalia Gutmann y soy comediante. Amo la comedia más que ningún otro género. Confieso que la amo porque también es el mecanismo de defensa que encontré para amortiguar mis penas, para no caerme en el agujero del vacío existencial y terminar hundida en mi cama, sufriendo por no saber qué corno hacer con mis días.
Pero también me encanta vivir, ojo. No me quiero morir ni en pedo. Quisiera vivir al menos hasta los 98 años. Bien, entera, con las articulaciones bien aceitadas, con proyectos hasta el último día, con la emoción a flor de piel, con las lágrimas siempre listas para hacerlas brotar en el momento que sea –porque a esta altura de mi vida hasta me divierte la facilidad que tengo para lagrimear–. Más me preocupa cuando estoy insensible, desafectada, robótica, esos días en los que nada me conmueve y no me reconozco.
Soy el resultado de una neurótica que sabe que quiere ser feliz, recontra feliz, ser un canto a la vida, sacarle el jugo a lo que me toque vivir... Solo que a veces me olvido de este proyecto, y una nube negra se apodera de mí y no me deja disfrutar de nada. (...)
Una vez escuché un cuento que decía que la vida es un gran banquete repleto de manjares deliciosos, con todo tipo de sabores extraordinarios, y que hay personas que, por miedo, por represión, por una neurosis mal llevada, por la maldita culpa, o por vaya a saber qué, solo se atreven a probar algunos bocados insípidos… Pero, ¡mirá!, también hay sushi, hay helado, hay cheese cake, hay morcilla, ¡hay molleja, chiques! Probemos. Probemos todo. Tal vez algo no nos guste, o nos caiga mal, pero ¡probemos! (...)
Durante mucho tiempo fui una madre miedosa. Una madre que no suelta, ¿una madre helicóptero? Yo no sabía qué significaba hasta que leí un artículo en el diario que hablaba de esto, y pensé que OK, puede ser, tal vez yo sea así, de esas madres que todo el tiempo están ahí dando vueltas, merodeando a sus hijos, rompiendo las pelotas, para ser más específica, queriendo controlarlo todo, manejando los tiempos de las criaturitas, no dejándolos ser (…) y después sentir una culpa espantosa por haberme enojado tanto (…) Veía a esas madres con tres, cuatro, ocho, doce hijos revoloteando por todas partes, niños que son arriesgados pero también saben cuidarse, que tienen una autonomía que mis hijos ni a palos, que yo con dos pibitos manejaba un estrés crónico inusitado, y que debía reconocer que sí, algo estaba haciendo mal. (…)
El otro día hablaba con un amigo sobre los hijos y el peligro. El me contaba que con su mujer se pelean por este tema, que si están en una pileta, ella se la pasa gritando “no corras”, “no te acerques”, “te vas a caer”, “¡¡¡noooooo!!!”, y él le dice que los deje, que no está mal si se caen, que tal vez mejor, porque van a aprender lo que puede llegar a pasarles si no tienen cuidado, que ellos están cerca, y que cualquier cosa están ahí para ayudarlos. (…)
Mi método para criar hijos era imposible: estaba haciendo las cosas por ellos, no los estaba ayudando a que aprendieran a hacer las cosas ellos mismos. O sea: mi método era el peor del mundo para cualquier adulto que, además de padre o madre, quiere tener una vida. (…)
A veces tengo la sospecha de que los hijos vienen a enrostrarnos nuestros karmas, nuestros temitas no resueltos: eso que tenés que laburar de vos mismo. Podés hacerte el boludo, el distraído, el “acá no ha pasado nada”, o también podés enfrentarte a tus mambitos, mirarlos a los ojos: “Hola, karma, ¿qué tal? Ya me di cuenta de que estás acá y que tengo que laburar un poco este temita, bueno, un poco mucho”.
Todos esos “temitas” que tienen tus hijos y que tanto te preocupan, o te enojan, o te hacen tener que arremangarte probablemente sean temas que tengamos que trabajar con nosotros mismos, y ellos vienen a ayudarnos a hacerlo.(…)
Creo que es fundamental tratar de descifrar cuáles son nuestros karmas para transformar en algo positivo eso que vemos que tenemos y mucho no nos gusta pero no podemos cambiar. Esas cosas que te van a acompañar siempre, que se repiten en tu vida y, si no hacés algo con ellas te van a hacer sufrir un montón. Yo creo que uno de los míos es ser pesada, pero no pesada de insoportable, pesada de estar pesada, y no solo de peso,pesada, como si me faltara liviandad para vivir. Y me obligo a moverme para desenroscarme, para no empantanarme. Y necesito transpirar mucho para cambiar esa energía densa y poder fluir mejor. Y vestirme de colores, para hacerle frente a la oscuridad y no caerme, y ayudarme a resurgir siempre.
Entonces bailo, hago yoga, ando en bici, salgo, interactúo con otros seres humanos y me saco las telarañas, porque si no me ayudo a mí misma siento que empiezo a enterrarme. Pero no: porque aprendí a rescatarme cada vez que empiezo a sentir que me hundo. ¿Salimos a dar una vuelta? (…)
Durante años me llevé pésimo con mis pensamientos, con esas voces que tengo adentro mío y me hablan, me comentan cosas, me juzgan, a mí y al mundo. Porque son como personajitos que viven adentro de tu cabeza, y a veces te reprimen cuando querés hacer algo, o te alientan y te dan coraje para lograr lo que te propongas, todo depende de cómo te lleves con ellos. Con los años me di cuenta de que nada es más importante que llevarte bien con tus pensamientos; que si van a estar ahí hablándote todo el día, hay que encontrar la manera de tratarse bien, de cuidarse, de funcionar como un equipo, aunque la neurosis esté ahí queriendo “meter púa”.
*Autora de Tengo algo que decirte, editorial Vergara (Fragmento).