Pasan los meses y la gente va reconociendo algunos elementos distintivos de este “objeto” novedoso que es el gobierno de Mauricio Macri. Los rasgos que lo caracterizan pertenecen a dos planos distintos: el estilo y las políticas de gobierno. Es sabido que los gobernados juzgan las dos cosas; suele pensarse que a la larga son más sensibles a las políticas públicas que a las maneras de ser. “La gente” puede ser dividida en dos grupos: por un lado, el público informado –dirigentes, periodistas y comentaristas–; por otro lado, el público en general.
En el plano del estilo, es difícil imaginar gobernantes menos aferrados que los actuales a sostener contra viento y marea las decisiones que toman, menos proclives a hacer gala del ejercicio de la autoridad; casi no hay tema o decisión del gobierno que no requiera rectificaciones, correcciones, avances y vueltas atrás o que no suscite disonancias dentro del mismo gobierno. Hasta en asuntos tan personales y humanos como su propia salud, el Presidente despliega esas indefiniciones y las proyecta sobre su entorno. El público informado se expresa cada día en forma crítica; los más “amigables” con el Gobierno lo definen como un problema de comunicación, los más hostiles, como improvisación o simples errores. Los medios de prensa no dejan pasar nada: día a día escudriñan sin piedad las contradicciones, ambigüedades y contramarchas de cada área de gobierno y de cada funcionario. Con respecto al público general, su reacción es menos clara. Cuesta entender cómo esta sociedad tan habituada al personalismo exacerbado está procesando y codificando la conducta de sus nuevos gobernantes.
Pero lo importante en este plano no es lo anecdótico, sino sus posibles efectos sobre la opinión pública. No faltan los pronósticos agoreros sobre esas consecuencias. Sin embargo, las encuestas sugieren otra cosa. Una reciente medición del Grupo de Opinión Pública, por ejemplo, revela que la imagen del Gobierno y la del presidente Macri se sostienen, y hasta repuntan, mientras las de la ex presidenta Cristina de Kirchner y otros dirigentes del peronismo tienden a la baja. Esa encuesta resalta además el buen momento de Sergio Massa, lo que refuerza la interpretación de que la opinión pública está buscando nuevas opciones y rechazando la que le ofrece la oposición encarnada por el gobierno kirchnerista.
¿Le molesta a la sociedad estar bajo un gobierno de nuevo estilo, esta manera casi informal de conducir los asuntos públicos, esta suerte de ostentación del no autoritarismo? ¿O estamos tal vez ante una novedad mayúscula, un rasgo novedoso en la cultura política argentina, algo así como un nuevo estilo “coloquial” de administrar el poder que a la sociedad le produce más tranquilidad que inquietud? Tal vez, en estos rasgos llamativos del estilo del actual gobierno se está manifestando un cambio en las preferencias agregadas de millones de argentinos. Si así fuera, lo que parece una debilidad del presidente Macri bien podría constituir una de sus más notables y sorprendentes fortalezas. Tal vez estemos ante una expresión no esperada de la ola de “nueva política” que recorre el mundo.
Previsible. En el plano de las políticas de gobierno las cosas parecen menos sorprendentes. Sin duda el kirchnerismo fue una fuente de sorpresas; su desmoronamiento inexorable fue pronosticado durante años y no llegó a ocurrir –y ni siquiera es claro que a gran parte de la sociedad le resulte convincente hoy el argumento sostenido a diario desde el Gobierno de que todo se está desmoronando porque estaba prendido con alfileres–. Ahora, lo que tiene que suceder está sucediendo. Estos días ha sido posible leer en el blog de Domingo Cavallo en internet una sucinta síntesis del problema. “El financiamiento externo de los déficits fiscales provinciales y del déficit fiscal nacional a tasas que siguen siendo demasiado elevadas –dice el ex ministro–, combinado con altas tasas de interés internas, constituye la medicina más contraindicada si lo que se quiere es lograr una reactivación por las exportaciones y la inversión privada”.
En otras palabras, es casi imposible lograr a la vez un control de la inflación y una reactivación de la economía –lo que requiere estímulos a la inversión privada– dejando a todos contentos. El Gobierno podría estar cayendo en la trampa de buscar el mejor de los mundos al mismo tiempo; es un camino llamado a fracasar.
¿Serían altos los costos políticos de adoptar un enfoque más consistente, menos atado a un compromiso entre lo necesario y lo digerible? No está tan claro, contra lo que muchos pronostican y descuentan como inevitable. En los tiempos de Cavallo la Argentina pasó por varios años de medicina amarga y eso no impidió a Menem ser reelecto con la mitad de los votos. Después se desencadenaron otros problemas, pero las duras políticas de estabilización fueron toleradas por gran parte de la sociedad. En todo caso, administrar los costos políticos de sus decisiones es parte de la tarea y el talento que se exige del gobernante. Pero evitarlos es una ilusión.
A esto se agrega el plano social. La oposición más dura al macrismo busca exacerbar el malestar de los sectores de la población más expuestos a los efectos de la actual estanflación; el sindicalismo organizado presiona para desencadenar un masivo apoyo a sus reclamos, en lo posible a través de medidas de fuerza. El tironeo que se ejerce sobre las bases electorales, reales o supuestas, de la oposición, todavía no ha alcanzado un equilibrio estable. Pero en esa pulseada, el Gobierno no puede andar con medias tintas: tiene, imperativamente, que lograr que la economía se estabilice y se acelere, sabiendo que sus opositores o bien buscarán –como algunos de ellos lo explicitan– que “a Macri le vaya mal” o bien forzarán su fracaso por efecto de la lógica de sus demandas. La sociedad no está todavía ni movilizada ni definida alrededor de esa pugna, pero si llegara a estarlo, ésas serían malas noticias para el Gobierno, y seguramente para el país.