Es muy oportuno el estreno de la película estonia Mandarinas, de una belleza y caligrafía imbatibles, en momentos en que cruje en toda Latinoamérica el ideario Nac & Pop que prevaleció en la década pasada. El film tiene lugar a principios de los años 90, en una zona del Cáucaso en disputa entre georgianos y abjasios separatistas apoyados por voluntarios chechenos. Ivo es un carpintero estonio que trabajaba en esas tierras fabricando cajones para mandarinas y que, pese a haber estallado la guerra, se quedó allí para ayudar a levantar la última cosecha de mandarinas a su amigo Margus. A raíz de un tiroteo ocurrido al lado de su casa, Ivo se vio obligado a recoger a dos soldados moribundos, uno georgiano y uno checheno, y llevarlos a su casa para salvarles la vida.
Reina un clima tenso mientras ambos enemigos convalecientes creen encarnar a sus respectivas naciones y culturas: se insultan, se agreden y si no se aniquilan es sólo por respeto a Ivo, su salvador, que les exigió que no lo hicieran, al menos en su casa. Pero a medida que se recuperan se va estableciendo entre ellos una corriente de diálogo primero, de entendimiento después y, por fin, de afecto. El individuo vence al integrante de la nación. Antes que ser cristiano ortodoxo o musulmán, antes que formar parte de una etnia u otra, antes que el sentimiento de que un pedazo de tierra debía ser georgiano o abjasio estaban los individuos. Y ese triunfo es completo al tener que enfrentarse a un grupo abjasio que irrumpe en la casa y, por razones inverosímiles, intenta matar no al georgiano sino al checheno, momento en el cual el georgiano sale en defensa transversal de su “enemigo” checheno.
Durante la década pasada Latinoamérica claudicó ante la fascinación nacionalista y populista. La sigla Nac & Pop significa Nación y Pueblo: así, con petulantes mayúsculas. Y cuando un gobierno cree representar a la Nación y al Pueblo, como ocurría con esas naciones enfrentadas en el Cáucaso en los 90 o con Hitler y Mussolini en los 40 se opera la disolución del individuo. Todos los recursos que ingresaban por soja, petróleo y otros magmas que cayeron sobre nuestras sociedades tuvieron dos destinos: políticas sociales (puestos, planes, etc.), que financiaban el apoyo masivo de los subsidiados, y corrupción. Pero el tiempo demostró que ninguno de los proyectos, de Venezuela a la Argentina, fue capaz de desplegar un esquema productivo moderno, ni aprovechar las mejoras científicas de la época ni achicar la brecha de desigualdad. Se involucionó hacia modelos autoritarios, culto al líder y dominación feudal de los subsidiados.
Estos modelos no fracasaron porque los Kirchner, Maduro o Lula fueran corruptos o ineptos, sino por algo más simple: el desprecio del individuo. Estos modelos presuponen que la nación como ente diferenciado es superior al individuo, creen que el individuo es un egoísta recalcitrante y que ese egoísmo impide desarrollar políticas solidarias. Y es exactamente al revés. En el film Mandarinas se ve claramente que esos lazos solidarios se dan justamente de modo genuino entre individuos y que la idea de nación, que en rigor es un artefacto ficcional, sólo genera adhesiones fanáticas e irracionales, nunca auténticas, y por eso fracasa una y otra vez.
Los conflictos existen y no pueden ni deben cancelarse de modo brutal. El intento de generar sociedades sin conflicto lleva por derecha al fascismo y por izquierda al estalinismo. Pero tampoco deben alentarse artificialmente como pretende el populismo laclausiano. Lo que es necesario, como propone el filósofo Jurgën Habermas y el film Mandarinas, es el diálogo. Y el diálogo sólo se da en el ágora simbólica de la democracia liberal, donde el individuo no es un engranaje aplastado por el ogro filantrópico de Octavio Paz, sino al revés: el centro de derechos que inicia y genera una auténtica y voluntaria articulación social.
*Escritor y periodista.