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Apuntes en viaje

Mapa melancólico

No había mochileros, ni extranjeros, sino obreros que a juzgar por la quietud reinante, descansaban profundamente. A través de los visillos siempre se colaba una luz de atardecer nublado.

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No había mochileros, ni extranjeros, sino obreros que a juzgar por la quietud reinante, descansaban profundamente. | Toledo

Repasando discos, me detengo en la estrofa final de un clásico de Gardel-Le Pera, Volver: “Sentir que es un soplo la vida/ Que veinte años no es nada/ Que febril la mirada, errante en las sombras/ Te busca y te nombra/Vivir con el alma aferrada/ A un dulce recuerdo/ Que lloro otra vez.”

A un dulce recuerdo. ¿Cuál puede ser ese dulce recuerdo? De inmediato me respondo: la plenitud del viajero. No un amor, no un viaje en particular, sino un estado irrecuperable, el de la aventura combinada con la inocencia. Exactamente veinte años atrás, en la mitad de mi vida, iba de una ciudad a otra, con una mochila en la espalda. Desembarcaba en la estación de tren de cada lugar, obtenía un mapa e iba a pie hasta el alojamiento elegido, en general hostels en los que compartía habitación. Era todavía siglo XX y para dar con alojamientos cargaba la celebre guía del viajero joven, Lonely Planet, para la cual fantaseaba trabajar algún día.

Cierta vez, en Lisboa, en lugar de seguir esta metódica forma de desembarcar en las ciudades, recorrí el puerto y elegí una pensión en un primer piso. No había mochileros, ni extranjeros, sino obreros que a juzgar por la quietud reinante, descansaban profundamente. A través de los visillos siempre se colaba una luz de atardecer nublado, incluso cuando a la mañana brillaba el sol. Parecía habitada por fantasmas. En las ocho noches que pasé ahí, escuché pasos que crujían en las escaleras, pero nunca me crucé a nadie, salvo una vez. Abajo a veces había un conserje con cejas de topo y ojos claros, que saludaba en una dirección siempre errónea, como los ciegos.

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El portugués cerrado de los lisboetas subrayaba el aire onírico de la ciudad y las calles quedadas en el tiempo: formaciones de tranvías que luchaban contra pendientes de 45º, fondas populares, calles enteras flanqueadas por antiguos edificios art decó. Durante cuadras a veces el único color era el sepia. En sepia recuerdo también a la única persona que me crucé en la pensión. Cuando la vi a contraluz emergiendo en la escalera, atiné a pensar en una reencarnación estilizada de María Callas. No fue necesario hablarle, ella se anticipó en un inglés con acento: “Por fin alguien joven, acá”, y giró la cabeza como buscando explicación a mi presencia. Se acercó y pude comprobar que su belleza era inusual, estrictamente exótica. Me dijo que si algún día quería conocer la ciudad,  podía acompañarme. Alfama era su barrio preferido y lo conocía de punta a punta. Le pregunté hacía cuánto estaba en Lisboa. “Un mes”, me dijo. “¿Por qué tanto?”, pregunté, habituado a cruzarme mochileros que no pasaban más de cuatro días en la misma ciudad. “Espero a alguien que no llega”. Menos por su acento y su inglés que por la espera, deduje que venía de un lugar lejano. “Israel”, me respondió. Y enseguida me contó que ella y su novio habían desertado del servicio militar y habían convenido encontrarse en Lisboa hacía un mes. Todos los días ella había concurrido al punto de encuentro, a la hora indicada, en vano. Había ido mudándose de hotel en hotel para adecuar su presupuesto a una larga espera, hasta llegar a esa pensión de mala muerte. A su entender no existía algo más tétrico que ese lugar. Ideal para el mal de amores, pensé, instantáneamente enamorado de esa mujer que en los días posteriores, sin permitir que me acercara, como si estuviera de luto, me abrió el mapa melancólico de Lisboa.