El martes 29 de octubre, el primer túnel ferroviario intercontinental de la historia unió Europa con Asia. La obra de 14 kilómetros, el “Marmaray”, fue construida bajo el Estrecho del Bósforo e inaugurada por el premier turco Recep Erdogan (ex alcalde de Estambul).
Hecha por una firma coreana de ingeniería, fue financiada por capitales japoneses –en el jolgorio estuvo el primer ministro Shinzo Abe– y parcialmente por créditos de organismos europeos. La idea de construir un túnel bajo el Bósforo fue difundida por primera vez en 1860 por el sultán otomano, Abdulmedjid. El enlace no es sólo físico: la presencia en la ceremonia del primer ministro nipón, remite a otros cálculos, distintos del estereotipo de un estadista solitario pensando sobre su mesa de trabajo en un mega emprendimiento largamente anhelado y postergado: una música frágil y lejana que se entrevera en sus ensoñaciones y que siempre parece tocada por la gracia.
Al enmendar la geografía con el túnel que inauguraba, el funcionario Erdogan quiso probablemente emular a aquellos sultanes otomanos con quimeras avant la lettre de los años 1860-1880, a los que con comprensiva distancia se refiere el Nobel de literatura Orhan Pamuk. Igualmente probable es que haya omitido mentar que, cuando uno de ellos impuso la exhibición de un mapa del Imperio Otomano en todos los colegios, muchos súbditos musulmanes –escandalizados– los rompieron y los tiraron a las cloacas.
En verdad, la restricción a dos dimensiones de la realidad (un mapa) era insoportable para gentes que se pensaban mejor alrededor de un eje humano–pastoril que en uno territorial. Es decir, que el poder político estaba entronizado de manera vertical y jerárquica y no espacialmente de manera horizontal y cromática.
Abreviando drásticamente digamos que los mapas del imperio Otomano –y los de otros imperios–, fueron coloreados sobre la piel de las culturas más diversas y reflejaron, como mucho, el dominio circunstancial de quienes impusieron su autoridad por el uso de la fuerza, siendo modificados, tarde o temprano, por las pulsiones étnicas, religiosas o culturales de pueblos o razas inmunes a la gráfica policroma de los “map makers” de los países occidentales virtuosos en tales técnicas.
En una entrega anterior relatamos la tajante definición y atribución de territorios que hicieron dos personas, el inglés Mark Sykes y el francés François Georges Picot, sobre los despojos del Imperio Otomano y que son, hoy, los Estados de Israel, Palestina, Jordania, Líbano, Siria e Irak.
El reparto territorial de todo Medio Oriente hecho entre los vencedores de la 1ª Guerra Mundial, a fuer de expresar una demasía arrogante, preñó a toda la región de los embriones de la actual tragedia, que oscurece la vida diaria en la región.
El Tratado de Sèvres (1920, acuerdo de paz entre el Imperio otomano y las naciones aliadas de la Primera Guerra Mundial), petrifica aquellas líneas trazadas a mandobles de lápiz rojo y crea territorios conceptuales sin relación con la cotidianeidad religiosa, étnica, cultural o histórica de millones de personas. La serpiente puso en los Altos del Sena los huevos que todavía hoy recrean la locura prepotente de los ganadores de 1918. Es por todo esto que varios países tienen hoy sus mapas en etapa de metamorfosis.
Turquía, un Estado – Nación con sustancia y energía, genéticamente unido a un tronco musulmán y otomano de más de 15 siglos, sigue acalambrado en una intransigencia cuyo único rédito es que se continúe asociándolo con la náusea del genocidio armenio, lo que palidece el mérito de haber consentido que convivieran sociedades cosmopolitas como las que brotaron en Damasco, bajo dinastías y sultanatos varios, a lo largo de tres siglos.
Más grave, la pertenencia mayoritaria de dirigentes y dirigidos a la secta suní, lleva al gobierno de Ankara a militar con encrespado énfasis en apoyo de los grupos armados contra los alauitas aún en el poder en Damasco (Bashar Al Assad lo es). La alauita es la secta musulmana mayoritaria e históricamente predominante en el corredor Norte-Sur: Damasco-Homs-Latakia, que incluye la ribera oeste sobre el Mediterráneo y la base naval rusa allí instalada. Es esa base –donde reposan los nichos de misiles Yakhont P800– la que da combustible a la imaginación nictálope de Putin respecto del conflicto sirio.
En 2011, al comienzo de la actual guerra civil, Siria tenía 22 millones y medio de habitantes. La distribución confesional de su población es la siguiente: el 73% son suníes, el 11% alauitas (variante de los chiíes), 9% cristianos, 700.000 drusos, 2 millones de curdos, y un millón de turkmenos, más miles de armenios, asirios, etc.; y 500.000 refugiados palestinos.
Hacia mediados de setiembre del 2013, dos millones y medio de sirios habían huido de sus hogares y abandonado el territorio. Según la comisión para los refugiados de las Naciones Unidas (UNHCR en inglés), se calcula que llegarán a 3.5 millones a fin de año.
Hasta el 2011, era posible decir que Siria era un estado multiétnico gobernado por un grupo minoritario y autoritario, encadenado por un implacable sistema de seguridad de Estado. Pero también era posible agregar que sobrevivía un centenario acuerdo tácito de convivencia respetuosa entre hombres y mujeres de una docena de creencias, historias, cultura, idiomas y niveles de ingresos diferentes. Esa realidad, ni negociada ni impuesta, era el resultado de siglos de ajustes, concesiones e intereses coincidentes, que hicieron de la “ruta de la seda” y de sus postas, puntos de convergencia y atracción mutuas, más fuertes que el odio o los tabúes. Nada de ello estaba reflejado en mapa alguno de las cancillerías de Occidente.
Un vaticinio posible de cuál sería la imagen de la cartografía alternativa que las diferencias tribales, étnicas, religiosas, lingüísticas y culturales vienen trazando del otro lado del espejismo narrado por la cartografía “ortodoxa”, propone los siguientes dos ejemplos (entre otros) en la dolida región del Oriente Cercano.
Siria: el Estado sirio de 2011 puede pensarse en tres. Uno, de mayoría alauita, conformado por la región costera mediterránea con un “hinterland” de unos cien kms. de ancho y continuada por una faja de territorio fronterizo con el Líbano, y que incluya las ciudades de Damasco, Homs y Latakia. Otro, de mayoría suní, que incluye la gran región central y sudoccidental vecina con Irak, y el valle del Éufrates; y uno tercero, conformado por la zona nordeste poblada por los kurdos y que pudiera fusionarse con la actual región semi autónoma del Kurdistán iraquí.
Del mismo modo, es posible imaginar un Irak que, a la efectiva secesión de su región kurda con eje en la ciudad de Erbil y sustento en los campos petrolíferos propios, dé lugar a la creación del Kurdistán, cuyos primeros debates organizativos están planeados para 2014. Y una gran región suní, con eje en Bagdad; y otra, chií, en la zona vecina con Kuwait.
En la película “Lawrence de Arabia” hay muchas escenas inolvidables. Una ineludible es aquélla en que los jefes tribales entran triunfantes en Damasco, ingresan a un lujoso salón y se sientan (es un decir) alrededor de una gran mesa circular para debatir cómo organizar la victoria sobre los odiados turcos.
La diferencia ostensible entre dos ideas, dos sueños y dos culturas quedan reflejadas en el dialogo a los gritos entre Peter O’Toole (Lawrence) y Anthony Quinn (el Emir). Para aquellos dos líderes era imposible conciliar una conquista fundada en aspiraciones comerciales e industriales occidentales con hábitos de pastores trashumantes.
“Pero allí donde usted nada, ella se ahoga”, le dijo el sicólogo suizo Carl Gustav Jung a James Joyce, refiriéndose a Lucía Joyce, su hija esquizofrénica. Unos momentos antes, el escritor le había explicado que “… la chispa o el genio que yo poseo, sea lo que sea, ha sido transmitido a Lucia para encender un fuego en su cerebro”. La enseñanza sicológica de Jung es aplicable también a la geopolítica; recetas válidas en cierto contexto son letales en otro. El reinado de las certezas absolutas, hechas sobre todo de codicia y arrogancia pudo dibujar mapas, que hoy van perdiendo color y contornos