No fue por el campo. El problema es preexistente. Tampoco fue por la política de derechos humanos, como alguna vez argumentó la Presidenta: a favor de la dictadura militar sólo queda un puñado de retrógrados. Néstor y Cristina Kirchner ya habían comenzado a perder la simpatía de la mayoría de la sociedad el día en que ganaron la última elección. Fue en su momento de mayor gloria cuando –paradójicamente– empezaron a tirar por la borda el capital político que habían acumulado. Cometieron el error más grave de toda su carrera política: incorporar en la “construcción de su relato” el concepto de enemigo de clase, totalmente contraproducente para una sociedad burguesa como la argentina.
Al ganar las elecciones a nivel nacional en casi todo el territorio, menos en los grandes centros urbanos, el oficialismo inició su emisión de señales en contra de la clase media, a la que culpaba de las derrotas en las grandes ciudades como Buenos Aires, Rosario, Córdoba y Mendoza. El primero en instalar el tema no fue un líder piquetero, ni el de una organización de izquierda aliada al kirchnerismo, sino el jefe de Gabinete, Alberto Fernández, quien se quejó de la “ingratitud” de los ciudadanos de la Capital Federal con Kirchner por lo mucho que éste había hecho por ellos.
El Gobierno quedó resentido por lo que consideraba una injusta respuesta de la clase media a la que tanto le había mejorado su vida. Y se encegueció. Abandonó la transversalidad con la que cosechaba los aplausos del progresismo ilustrado y, sin escalas, resucitó al peronismo de los años 40 y 50, incluido su lenguaje algo anacrónico de “cabecitas negras” y “gorilas”.
De un salto –quizá sobreactuando su retorno a un “peronismo puro”–, no sólo sacó a Menem del linaje peronista, como era de esperar, sino también al peronismo renovador del Cafiero de los 80 y al peronismo del propio Perón de los años 70, cuando éste regresó al país después de dos décadas de vivencias europeas con un discurso político más ecuménico y actualizado.
El acto de desempolvar el costado clasista del peronismo arcaico fue la reacción ante la herida narcisista que generó el voto contrario de la clase media: “Si ustedes no me quieren, tengo que encontrar motivos para sentirme orgulloso del desprecio que me hacen. Me enorgullezco de que no me apoyen. Que no lo hagan, demuestra que estoy en lo cierto”, como alguna vez, con otras palabras, lo expresó el álter ego Luis D’Elía.
Un enemigo de clase es un enemigo absoluto, irreconciliable. Es “enemigo”, por lo tanto, porque hay algo que no puede cambiar, ya sea su condición de “blanco”, urbano y burgués (de un burgo), del barrio tal o cual, o formado en el contexto de determinada posición económica o cultural. Y sucedió lo predecible: cuando después de las últimas elecciones la clase media argentina descubrió que el kirchnerismo la odiaba, devolvió el desprecio con desprecio.
Más allá de cualquier análisis moral, elegir a una parte de la sociedad como enemigo de clase puede ser una estrategia sustentable en un país donde sólo una pequeña minoría de aristócratas se destaca de una inmensa mayoría carenciada. La Nicaragua de Somoza, por ejemplo, donde el 90% de la población estaba igualada en la pobreza. Pero no en un país como la Argentina, donde, a pesar de sus crisis, se cuenta con las suficientes riquezas como para haber acostumbrado a una parte significativa de los ciudadanos a algún tipo de propiedad privada.
Anacronismo. La idea del enemigo de clase, al encerrar una filosofía totalitaria, fue usada tanto por la derecha como por la izquierda.
Mussolini, como en alguna proporción la mayoría de los líderes populistas, utilizó el concepto de enemigo de clase para unir a sus partidarios frente a un enemigo interno. Hitler encontró a su enemigo interno en los judíos, pero normalmente este lugar lo ocupa “la burguesía”, “la aristocracia”, “los blancos”, “los ricos” o como más conveniente resulte denominar, peyorativamente, al sector más favorecido de la sociedad.
El concepto enemigo de clase proviene del marxismo, fue introducido por Lenin y recurrentemente apeló a él Trotsky. Pero después de la consolidación de la Revolución Rusa fue orientado a terceros países, porque dentro de la ex Unión Soviética ya no habían muchos enemigos de clase sin exterminar, quedando así tan obsoleto el concepto enemigo de clase como el de la dictadura del proletariado.
La lucha contra el enemigo de clase había sido más popular en la Rusia del final de los zares que en la URSS, cuando el partido de los narodnikis (populistas) rusos, llamado Narodnaia Volia (Voluntad del Pueblo), formado por intelectuales que pretendían liberar al campesinado, asesinaron con una bomba al Zar Alejandro II el 1º de marzo de 1881.
Trotsky defendió la intimidación: “La intimidación es un recurso poderoso de la política, tanto interior como exterior. La guerra se basa, tanto como la revolución, sobre la intimidación”. Pero fue escéptico respecto de su uso como fin: “El asesinato del dueño de la fábrica provoca sólo efectos policíacos o un cambio de propietario desprovisto de toda significación social (...) El estado capitalista no queda eliminado con la desaparición de aquéllos. Las clases a las que sirve siempre encontrarán personal de reemplazo; el mecanismo permanece intacto y en funcionamiento”.
Martes negro. Si nada cambia, pasado mañana la Argentina corre el riesgo de que se desaten hechos de violencia. Dos actos con consignas antagónicas el mismo día no resultan prudentes. ¿No podrían los partidarios del Gobierno haber realizado el suyo un día antes o uno después? Se atribuye la fecha elegida por el kirchnerismo al intento de utilizar el Conurbano como cordón protector que limite el ingreso de manifestantes pro campo del interior hacia la Capital Federal, para que su paso sea dificultado por las propias concentraciones de los grupos pro gobierno agrupados en cada municipio del Gran Buenos Aires, previo a su desplazamiento hacia el Congreso.
Si así fuese, será una locura que sólo podría tener explicación psicológica (ayer PERFIL publicó un ensayo titulado Locura y política, con las características de los distintos trastornos de personalidad, cuyos síntomas frecuentemente se les atribuyen a Néstor y a Cristina Kirchner: ver http://fon.gs/locuraypolitica/).
El huevo de la serpiente. Contar con un enemigo de clase ha sido una estrategia política que sirve para cohesionar a los propios partidarios y aumentar su combatividad. Pero esa forma de mística paga el costo de expulsar a todos los moderados –los “tibios” que citó Julio De Vido–, predisponer en contra a los indecisos y unir a todos los opositores. Ayer, PERFIL publicó que Alberto Fernández se va del Gobierno después de la votación de las retenciones en el Senado y antes de la próxima megabatalla legislativa: la nueva ley de radiodifusión, que ingresaría al Congreso antes de fin de mes.
No fue el campo, ni tampoco la política de derechos humanos, lo que hizo perder al matrimonio presidencial la mayoría de la aprobación con que contaban hace 9 meses. Fue la incorrecta interpretación del resultado de las elecciones de octubre pasado y su rabiosa reacción. Rodeados de un círculo cada vez más pequeño, probablemente detenidos intelectual e ideológicamente en las lecturas de su época de estudiantes, se perdieron hasta el mensaje de la película Good bye Lenin, en la que la hermana del protagonista termina casándose con su enemigo de clase: el gerente de un Burger King recientemente inaugurado en Alemania Oriental. Estado que, al desintegrarse, tenía en el poder a un matrimonio: el de Eric y Margot Honecker, que murieron en el exilio.
En la Argentina se está jugando con fuego.