Resumen de la primera parte
El escritor Luis Gusmán recorre –con el recuerdo y hoy, acompañado de un fotógrafo– algunos clubes de barrio de los suburbios que aún se mantienen en pie. El Miriñaque, de Pompeya; el Cramer, de Villa Domínico; el Villa Modelo, de Avellaneda. O el Sportivo Alsina, donde el cronista pudo escuchar, en su infancia, al que desde entonces es uno de sus ídolos: Sandro. La primera parte de esta crónica fue publicada en la edición de ayer.
Un club es como un pequeño castillo. En su interior se celebran pequeños ritos cotidianos: los bailes, los partidos de fútbol, los juegos de mesa. Y aquí las instalaciones cobran un lugar decisivo. Nombraré algunas: la pileta, la biblioteca, el buffet, el escenario. Una celda de interés la constituye el vestuario. Siempre fue un lugar temido, donde se exponía la hombría. Cada club guarda seguramente anécdotas de sus famosas duchas acompañadas con juegos de manos y chistes que hacían que el vestuario del club fuere un lugar de prueba, una lugar donde se jugaba la ceremonia de iniciación. Desde el pudoroso hasta el exhibicionista, todos guardan imágenes personales de los bancos de madera acanalados que parecen camillas, los armarios oxidados que nunca tienen llave, del olor enmohecido mezclado con la transpiración que suponía ese olor particular a hombre. En el vestuario la bestia desplegaba sus garras, afuera algunos de esos hombres eran extremadamente delicados y civilizados.
Hubo un tiempo en mi infancia, entre los seis y siete años que transcurrió en Villa Luzuriaga. La villa no simbolizaba la miseria todavía. Fue una estancia feliz, rodeada de tíos. Dado mi carácter de sobrino viví entonces deambulando libre entre dos clubes. El Ciclón era un club de barrio sin pretensiones mientras que su rival, Argentino del Oeste, era más selecto. El lugar que ocupaban en el barrio respondía a esa diferencia de estatus. El Ciclón asomaba a un potrero –tenía una cancha en un sitio deshabitado rodeado de terrenos que no llegaban a ser quintas–; el Argentino del Oeste quedaba frente a la comisaría de la calle principal de la Villa. Allí comenzó mi desvelo por los bailes, aunque los dos estaban desde mucho antes en mi vida. Estaban vivos en los relatos salidos de la boca de mis parientes, de la historia de unos tíos abuelos a los que no conocí más que por fotos. En una época, la gente podía sentirse con cierto parentesco con sólo notar un parecido que estaba dado por la moda de la época, los bigotes, el chaleco, la corbata. El cuento que más me gustaba sobre ellos era que esos tíos que eran radicales se habían tiroteado con los conservadores justo frente a la comisaria de la Villa y se dice que uno de ellos se ocultó en el club que estaba enfrente que era nada menos que el Argentino del Oeste.
Al club Regatas de Avellaneda que está pegado al Riachuelo había ido una sola vez en mi vida. El motivo había sido un campeonato de fútbol intercolegial. Se celebró ahí un partido decisivo en cuyo primer tiempo jugué de titular y después para mi decepción fui reemplazado por un compañero. Nunca más volví al Regatas. Los rumores decían que allí se llegaron a realizar nada menos que los bailes de La Escala Musical. Nunca volví pero escribí al menos dos cuentos que sucedían en el club. El ámbito del club otorgaba cierto aire de distinción a los relatos.
Como dije, muchas veces me imaginé yendo a bailar al Regatas pero nunca me daba ni la ropa, ni el dinero, ni el cuerpo; lo más decisivo era de todos modos mi poca habilidad para el baile. Mucho más tarde supe que podría haber probado con el remo, en su tiempo de gloria se organizaban regatas. Aunque en la actualidad es una práctica extinguida en Avellaneda. Se hace imposible navegar por ese río. Testigo de esa inmovilidad permanece un simulador de cemento para aprender a remar, más bien parece un cepo, seis agujeros que alguna vez fueron seis asientos, revelando la presencia de los cuerpos de remeros que hacía mucho tiempo que ya habían partido. Al lado, el río se pudre lentamente. Allá por fines de los cincuenta la villa costera que hoy rodea al club era unos pocos ranchos. Quizás el olor era un poco menor y todavía se podía ver navegar a alguna chata por el Riachuelo. Puertas adentro la gente permanecía ajena e indiferente a lo que la rodeaba. Avellaneda se hundía. Las fábricas quedaban vacías. Lo rodeaban los fantasmas. Pero el Regatas permanecía fiel a sí mismo. Las chicas visten de la misma manera aunque la moda haya cambiado y los autos sean más costosos y espectaculares. Chicas jugando al hockey, chicos ahora ya de mi edad y que en su tiempo vestían a la moda caquera.
Hay algo en ese club, en ese símbolo del bote inmóvil en el tiempo que atrae la imaginación de cualquier visitante. El Regatas tiene la potencia que sólo da el mito. Cuando escribí la historia de los dos pesistas me parecía que tenían que vivir su historia en ese lugar. El relato rememoraba la descripción física del club, que había quedado reducido a ese simulador que simulaba también el paisaje que lo rodeaba. En esa geografía Mario Levín filmó la película Sotto voce donde hay una escena memorable. Lito Cruz, Norma Pons y Martín Adjemián, sus actores, medio borrachos en una mesa de lata y junto al río, cantan un tango. Más que cantarlo lo susurran. El tango era Intimas. Ahí están los dos pesistas representando ese otro lugar sagrado del club: el de la amistad. Porque hoy en día es la amistad entre sus socios el motor del club. Un lugar en el que todavía todos se conocen por su nombre. El Regatas se mantiene y progresa cada día a pesar de tener que luchar contra la contaminación del Riachuelo. Lo sostiene el espíritu inquebrantable y la ilusión en la próxima regata que un grupo pequeño de deportistas está soñando con organizar a través del emprendimiento de una ONG, y que unirá el tramo del río entre Puerto Madero y Avellaneda.
Lo primero que siempre me llamó la atención de los clubes fue su nombre. A partir de este dato podía suponer cómo se habían fundado y de qué manera habían seguido subsistiendo y también explicaba a veces la causa de su desaparición. El nombre era su piedra filosofal. El nombre guardaba historias secretas. Once corazones, Amor y lucha, Placer y trabajo. En Victoria, localidad de la provincia de Entre Ríos, hay uno que se llama Placer y trabajo; en Villa Ortúzar había otro que en la infancia de mi amigo Jorge Fara se llamaba El progreso de los otros. Para Piñeyro la mejoría económica trajo aparejada la fundación del Club Progresista, fundado en 1902. Con su cancha de pelota vasca y su restaurante engalanado con vitrales que recuerdan las estampas chinas, muy de moda en la época, la figura pintada del atleta griego presto para lanzar el disco o comenzar la competencia, simbolizaba la conquista del ocio para los trabajadores. Hoy también ofrece actividades modernas como sus clases de baile: merengue, salsa y chachachá. Algunos nostálgicos se aprestan a pasar la Nochebuena en el club, vimos en su pizarra el menú del día: caracoles a la siciliana.
Una de esas historias secretas transcurrió en Mataderos en el club Nueva Chicago. Es la historia de un paraguas con los colores del club. Hace muchos años un chico hincha de Chicago, antes de nacer, tuvo la suerte que su padre no tuvo y vio a Chicago ascender a primera división. Ese día el chico entró a la cancha y llevó un paraguas. Mientras los jugadores daban la vuelta olímpica, uno de ellos le pide el paraguas para dar la vuelta. El entusiasmo y la emoción turban al chico. Ni siquiera llora por haberlo perdido. Cuando termina la vuelta, el jugador se lo devuelve y como agradecimiento se saca una foto con él. El chico guarda la foto y el paraguas lo acompaña para siempre como una especie de amuleto de la suerte. Desde entonces siempre va a la “popu” de Chicago. Y tiene un sueño. Ir a la sede del club con su paraguas, abrir una vitrina donde se guardan las copas y medallas conquistadas, las fotos que testimonian la gloria del club, algunas camisetas de jugadores queridos, en fin, los exvotos profanos de una religión que adora a varios dioses y poner allí su paraguas. Pero piensa que nadie le creería y desiste de su intento. A veces piensa en donarlo. Pero la popularidad de su paraguas ya se la llevó el tiempo y perdura sólo en su recuerdo. Es una simple historia de club como tantas otras, que integra otra voz del coro.
Cuando le pregunté a mi amigo Luis Tedesco por el club de su infancia, manifestó una vacilación que no era producto de la memoria y de la emoción que lo embargó. Tuvo que hacer un esfuerzo. Después comenzó a hablar casi con una voz tímida, entrecortada, de su primer club hasta sus 9 años en Villa Real, detrás de Liniers. El club se llamaba El fantasma y estaba en la calle Virgilio y Pedro Varela. Un fantasma como nombre siempre despierta curiosidad. La curiosidad tiene la posibilidad de transformar el pasado más conocido en algo enigmático y el enigma hace progresar lo que se llama hablamemoria. Es decir que si la memoria habla, puede distorsionar los datos, falsear los recuerdos, asociarse por asociación ilícita. Traer el pasado al presente y no volver el presente al pasado. Es una manera de diferenciar la evocación de la nostalgia.
Esa evocación que me trae la voz gangosa de Onetti leyendo su cuento Bienvenido Bob porque ya lo estoy viendo con gesto “acomoda una pila de monedas de diez sobre su mesa de la cantina del club para gastar en la máquina de discos.”
Y Onetti no le informa al lector el nombre del club porque no es necesario, porque basta decir el club, ese sobreentendido que en el Río de la Plata es una contraseña universal.