Masculló Alberto: “Chiquilín”. Más de una vez. Se acababa de enterar del comunicado-renuncia de Máximo Kirchner a la titularidad del bloque oficialista en Diputados. Una expresión mínima del Presidente si se compara con las carajeadas que había cruzado un par de días antes, cuando el acomodado heredero Kirchner planteó su oposición al anunciado acuerdo con el FMI. Una decisión que, por el contrario, enorgullece al mandatario, quien volvió a las viejas tertulias trasnochadas, con sus íntimos de la política en Olivos, libaciones mediante.
Festejo superior a un cumpleaños, claro: además del posible arreglo internacional, más eventuales ayudas financieras chinas y rusas, en la política interior le sacaba distancia a su segunda, Cristina, poco afecta al entendimiento con el organismo (se lo manifestó airada igual que su propio vástago, ver esta columna el domingo pasado). Satisfecho, el mandatario promueve con estos actos su propia aspiración dormida, el albertismo. Y del otro lado, magullados, madre e hijo iniciaron otra etapa palaciega: un golpe en dos tiempos.
Con sigilo, Máximo se reunió con algunos cercanos y ensayó la renuncia escrita, asistido según las versiones por su propia madre, el dirigente Otermin, el cómplice del Papa, Grabois, mientras no ignoraban los términos Wado de Pedro y Larroque (lo que constituye un desaire al último amigo y socio de Máximo en la Provincia, Martín Insaurralde, ajeno a la jugada y en competencia con el “Cuervo” por la Gobernación de Buenos Aires). El clima de fronda intelectual en la reunión de Máximo se alimentaba en tres puntos: la traición implícita de Fernández por cerrar con el FMI sin avisar, 2) su escasa colaboración para desactivar las causas judiciales que afectan a la vice y 3), un malestar adicional: la tentación de volver a postularse por un frente que no ofrece, por ahora, interesantes candidatos presidenciales para el 2023. Se combinó que el comunicado saldría a la luz el lunes a las 10 de la mañana (luego se pasó para las 5 de la tarde para no sensibilizar a los mercados) y, entre sus líneas, no apareció una variante que habían aprobado: conceder a los legisladores oficialistas el libre albedrío para votar el día que se acepte o no el convenio. Es obvio que la libertad de conciencia no prospera entre los jerarcas de La Cámpora.
Como diría Macri al titular su libro, la renuncia de Máximo es el primer capítulo. Luego del viaje de Alberto por Moscú y Beijing, vendrá el segundo: la encendida palabra de Cristina, por ahora apagada durante siete días por su responsabilidad institucional en el reemplazo, cargando con el sambenito que le colgó Alberto: ella no está de acuerdo con su hijo. Tema para esclarecer. Nadie anticipa hoy una discordancia de ella en esta breve ronda de una semana, silenciosa en su departamento, Presidenta temporal y discreta. Mientras, Máximo celebra al mejor estilo con sus seguidores incondicionales, quienes felicitan la valentía por la procelosa apuesta y le endulzan el oído: “Sos igual a tu papá”. Según creen, Néstor no dejó sus convicciones en los escalones de la Casa Rosada (por el contrario, los trepó con la colaboración de Lázaro Báez). El ambiente de beligerancia política parece un anticipo del golpe en dos tiempos para después de febrero o marzo antes de consagrar el acuerdo con el FMI.
Como sabe de su frágil mandíbula, Alberto no procedió contra la familia K, más bien se mostró dócil e hizo que el chiquilín de 45 años no se excitara: evitó, por ejemplo, despojar de cargos a la voluminosa lista de La Cámpora que integra y domina su gobierno. Por ahora. Mantiene la conducta, como bajó la cabeza en el caso Basualdo y Luana Volnovich. No le gusta la guerra y actúa igual que los graciosos británicos: para castigar por sus vicios al príncipe Andrés, le quitaron los símbolos militares, pero no le tocaron castillos ni otras propiedades. Máximo, entonces, es una versión subdesarrollada del Principito que agravió a los argentinos en Malvinas. También Massa apuntó a la reflexión, otros se ocultaron y algunos hasta decidieron contraer el virus y desaparecer por una semana. Solo Aníbal Fernández salió del molde, lo sopapeó a Máximo cobrándole viejas cuentas a la madre. Duro de domar. También a la Iglesia que quiere más impuestos –claro, vive de subsidios y donaciones– y alguna vez se hizo eco de los trascendidos ofensivos que le impidieron ganar la Gobernación de Buenos Aires. No olvida y recuerda que el Papa se ha apareado a Máximo. Algunos, por lo menos. Como siempre, unos vinieron con los esclavos, otros con los conquistadores.
Más gentil se mostró el inesperado santafesino que sucede a Máximo, Germán Martínez, quien apenas se hizo cargo sostuvo que Kirchner era “irreemplazable”. Pero esa devoción oral no le cayó bien a Cristina: el nuevo funcionario no pertenece a su directorio, tampoco al del gobernador Perotti, más bien responde al ex ministro Agustín Rossi, perjudicado por la dama en las últimas elecciones –lo enterró en un baldío, políticamente hablando– por haberse alineado con Alberto. Dicen que Rossi tiene futuro si hay cambios en el Gobierno y llega la hora de ajustar en el Gabinete.
Una noche, en el Sur, Alberto durmió en la cama de Máximo. Los dos estaban orgullosos de ese intercambio. Otro día, Máximo reveló su admiración por Massa, se quedaba con sus medias. Hoy se separa de ambos, hace mutis y nadie sabe si vuelve a escena o se dedica a conducir una minoría para arrojarle piedras al Gobierno. Se queja del acuerdo con los holdouts como si no hubiera estado en la administración, también del ajuste futuro por el acuerdo con el FMI, como si no hubiera compartido la actual poda de salarios y jubilaciones. O la que ejecutó con esmero el gobierno de su madera. Una farsa, entonces. Como la de Alberto que supone el despegue de la Argentina pagando los 45 mil millones de Macri, mientras Macri se hundió en el ocaso con 45 mil millones en el bolsillo. Todos falsos soñadores.