Por primera vez en mi vida me quería morir o quería matar”, dijo triste Bobby Flores en un reportaje hace pocas semanas. La sorpresa parece haber sido que esa frase proviniera de un comunicador abiertamente pacífico y contrario al uso de la violencia.
Es interesante la expresión que utilizó para describir la situación más crítica de su vida, porque, salvo cuando en una película o en un relato poético se muestra algún brete pasional de proporciones, “querer morir” y “querer matar” tienden a ser dos cosas opuestas. La violencia parece ponernos en esa disyuntiva nefasta y crucial: poner en suspenso la vida o que, llegado el caso, se acabe –desplazando alguno de los factores, la del agresor o nosotros–, con el fin de que se termine este momento horroroso e insoportable.
En A puertas cerradas, aquel cuento de Sartre, uno de los protagonistas expresaba: “El infierno son los demás”. La tradición cristiana considera que el infierno es el no lugar, es el espacio del no amor, es el aborrecimiento total del otro, es la petición por la sustracción del propio ser, es la sensación de la muerte propia que nunca acaba. En suma, es el deseo del fin, propio y ajeno. Pero sin fin. En el infierno, la alteridad es perturbadora. “Me quiero morir o quiero matar” es una descripción condensada de la encrucijada del infierno en esta tierra. Hace pocos días, Ivo Cutzarida señaló también su impaciencia: “No quiero ni matar a una mosca, pero no quiero que maten a mi gente”.
La violación de lo propio –el hogar, el cuerpo, la dignidad, etc.– pone al ser humano en el aterrador dilema del mal, que en condiciones normales ni siquiera sería pensado. Ante la violencia sorpresiva, desconocemos cuál será nuestra reacción. Tenemos latiguillos cotidianos para manifestarlo: “Si me tocan un hijo, yo no sé qué soy capaz de hacer”. Si me tocan un hijo... el infierno –para mí y para el otro–, el infierno para todos. El mal se expande como un pequeño big bang que puede hacer estallar el odio con una irracionalidad brutal. Esto genera una sensación de vértigo aun mayor, dado que el límite de lo posible se corre hacia lo jamás pensado: “Soy capaz de hacer cualquier cosa”.
En el cuento de Sartre, atónito, Garcín comentaba: “Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído... ya os acordaréis: el azufre, la hoguera, las parrillas... Qué tontería todo eso... ¿Para qué las parrillas? El infierno son los demás”.
Hay ciertos niveles de inseguridad que están haciendo que algunas personas que tenían una postura para nada agresiva frente a la violencia cotidiana comiencen a pensar –casi inconscientemente (el miedo opera a esos niveles)– que el infierno pueden ser los demás. Esto es peligroso para todos.
Cuidado. Esta no es una reflexión realizada al calor del constante bombardeo mediático que planea sistemáticamente un móvil de televisión en el conurbano bonaerense para mostrar otro crimen y que la gente desayune angustia. Se trata de apreciar que las formas de pensar de personas abiertas de par en par al diálogo se enangostan al sentir de cerca el infierno. No sólo Bobby siente esa conmoción. Se va modificando nuestra matriz social.
Personas que piensan que es central la inclusión social y económica están expresando un cansancio existencial y psíquico frente a los eventos que nos fragmentan. Una parte de la sociedad va padeciendo, va recibiendo golpes que la turban y perturban hasta lograr producirle un peligroso cansancio vital y un deseo de acabar de raíz con el infierno vivido. La violencia está transformando las cabezas.
Si multiplicamos percepciones como las de Bobby Flores, estaremos acercándonos a sociedades latinoamericanas más violentas y desarticuladas que la nuestra, en las que “el infierno son los demás” parece ser un aviso escrito en los dinteles internos de las puertas como un preámbulo que recuerda el grave peligro de salir a la calle.
Es tarde, pero tal vez estamos a tiempo... para no querer matar ni querer morir.
*Filósofo y doctor en Ciencias Sociales.