Seguramente Ciudad Abierta se cerrará hoy o mañana, como muchos otros emprendimientos culturales que no son un negocio. Fogwill, desde estas mismas columnas, parecía reclamar a su candidato que cumpliera con su palabra y que cerrara el canal que tanta pérdida le dio al Estado. Yo me había aconsejado no responder. ¿Quién iba a dar crédito a mi lógica indignación? Sobre todo, siendo tan poco imparcial: trabajé como actor en Ciudad Abierta, y no sólo lo pasé de maravillas sino que fui parte de un programa enorme, de culto: la serie retroperonista Mi señora es una espía, de Andrea Garrote y Daniela Goggi. Era buenísima. Una rareza. Pero nos quedamos sin empleo. Bah, como tantos otros. Así que celebré que Daniel Link hablara aquí casi por mí y refutara esa idea tan provocativa como errónea: todo retroceso en cultura no es sólo una pérdida de puestos de trabajo; si el trabajo no vale la pena, la pérdida es relativa. Pero, ¿y si no es así? ¿Y quién determinará qué cosas valen la pena? ¿Los estadistas? ¿El pueblo en asamblea? ¿El rating? El cierre del canal es una pérdida de patrimonio. Y esta Ciudad tiene un largo historial de pérdidas en ese sentido. Todo parece indicar que vamos cada vez peor. O, al menos, que la preservación del patrimonio cultural queda en manos de ciudadanos apasionados y ya no de instituciones. Ver, si no, la labor fabulosa de Ignacio Varchausky y su Orquesta Escuela de Tango, que busca obtener de mano directa de los maestros -–que no vivirán por siempre– los secretos de la técnica (que no se pueden cifrar en partitura alguna) para preservarla. El éxito es, en primer término, mérito de un grupo de ciudadanos inquietos.
La última guachada de Telerman fue la demora de la implementación de la Ley de Mecenazgo, un sistema que –tal como se ha comprobado en España, en Brasil– no sólo incentiva a las artes sino que no le cuesta un centavo al Estado, en tanto se basa en aportes que –parece– normalmente van a parar a la evasión fiscal. Veremos –ojalá– que así sea.
Le tocará –¡uy!– a Macri poner a funcionar esta maquinaria. Pero le tocará también asegurarse que ésta no implique –vaya paradoja– que el Estado desaparezca de las cuestiones de cultura. ¿O no es una de sus funciones? Si es así, me lo dicen y listo.