Una novela que siga la historia de media docena de huevos desde el vientre de la gallina ponedora hasta su destino sudamericano cuando la mucama chaqueña los saca de la góndola del Disco, los pone en el carrito, al lado de las endivias y la caja de Earl Grey que figura en la lista que le escribió la señora, y deja el pedido para envío y van a parar al departamento en Avenida Libertador, donde los primeros dos se los come la hija mayor revueltos y con pimienta apurada saliendo para la productora de publicidad donde trabaja, el tercero se lo lleva el hermano más chico para una manualidad en el colegio donde lo van a vaciar y a pintar como un jugador de fútbol con la camiseta de la selección, el cuarto y el quinto se los come duros y picados en una ensalada con endivias la madre con sus amigas de yoga, y el sexto lo agarra la hija del medio con caja y todo para tirárselo por la cabeza a Vargas Llosa en la inauguración de la Feria del Libro, para demostrar que es un operador de la derecha internacional, aunque no lo leyó pero le cae mal porque se parece un poco a su papá que ahora está de viaje de negocios en Toronto, así que el huevo viaja en su mochila en el 37 junto a su novio que conoció en la plaza cuando murió Néstor y ella se sumaba a los saltos y los cantitos de “che gorila, che gorila, no te lo decimos más si la tocan a Cristina qué quilombo se va a armar” y se besaron llorando, así que ahí va el huevo que parece tener un glorioso destino de huevazo hasta que en el tumulto, un amigo del novio le dice que los muchachos de La Cámpora bajaron línea de que no vuele una mosca y el huevo vuelve a la heladera de donde lo saca la chaqueña a los tres días y se lo come de parada, frito y con cebolla, tarareando una canción de Justin Bieber.