En la entrevista que Martín Caparrós concedió a la revista de La Nación –publicada el domingo pasado bajo el título “La Argentina es un país reaccionario”–, hay un pasaje que, viniendo de Caparrós, no deja de ser interesante. Sin embargo, lejos de mí querer insinuar que, al leer esa respuesta, pensé que cualquiera de estos días Caparrós iba a comenzar a experimentar una cierta nostalgia por el kirchnerismo, sino que su frase señala un vacío en la discusión actual, una vacante que, torpemente, de un modo chapucero, tan oportunista como trivial, siempre emplazado en el doble discurso, en la última década se instaló como nunca antes, de un modo intenso y decisivo, y cuya ausencia no es más que fuente de preocupación y dolor (justamente fue la torpeza, el chapucerismo, la trivialidad, y sobre todo el doble discurso, lo que me impidió ser kirchnerista). Aclaro, a modo de último rodeo, que si se lee completa la entrevista, se verá que Caparrós no extrae las conclusiones que yo formulo de sus propios dichos. Pero no tengo ninguna voluntad de descontextualización, sino que intento pensar a partir del piso que genera esa respuesta.
La frase de Caparrós, entonces, sobre el periodismo en Argentina, en respuesta a la pregunta por “cuánto daño” (sic) causó el periodismo militante kirchnerista: “(…) Ese enfrentamiento constante durante años hizo que los lectores lean buscando la intención. Es más incómodo para nosotros, quizá, pero es interesante que haya una lectura crítica”. La desaparición casi total y con extrema facilidad, en estos cien días, de cualquier atisbo de discusión sobre el periodismo, es decir, sobre los periodistas y las grandes empresas periodísticas, es un retroceso fatal en la dimensión crítica de una sociedad, y amenaza directamente a ese sistema que, por pereza intelectual, aún llamamos “democracia”, y a ese concepto que, por no tener tampoco un nombre mejor, todavía nombramos como “libertad”.
No sólo hablo de la sensación impresionista, de desdicha sin par, que me causa ver, noche a noche, a los Majul, Leuco, Lanata y demás empleados del mes, sino de un horizonte mucho más profundo, en el que el sentido común más ramplón y el antiintelectualismo militante han logrado, para usar un término muchas veces dicho, ganar –al menos por ahora– la batalla cultural. La trivialidad cultural del kirchnerismo no sólo no es ajena a esa derrota, sino que es la causa misma. Batalla cultural y mediática que, además de la crítica general de cuño frankfurtiano a los medios –posición que suscribo línea a línea–, adopta un carácter específicamente latinoamericano: sólo en México con Televisa, en Brasil con O Globo y en Argentina con Clarín, existen esos grupos económicos que logran ser, según la necesidad, partidos políticos en las sombras, operadores judiciales, especuladores económicos y grupos de tareas mediáticos. En Europa, en Estados Unidos y en el resto de América Latina hay medios grandes, importantes, incuso dominantes, pero sólo en estos tres países existe ese nivel de concentración mediático-económico-político. No se trata, entonces, sólo de la falta de “espacios alternativos”, como si esta situación se solucionase con la vuelta de las Chyntia García y demás (ex) muñecos ventrílocuos, sino de no renunciar a pensar críticamente sobre los medios, de seguir reponiendo esta discusión, incluso a riesgo de uno mismo.