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Mejores y peores

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Máscaras | Unsplash | Rach Teo

La lógica de mercado tiene, como tiene el sexo, su variante pornográfica. Ahí todo se vuelve explícito, directo y sin matices; ahí todo se ve más claro, más real que lo real. No es que de por sí se exponga ni que quede así sin más a la vista; por el contrario, más bien se escabulle, restringe las vías de acceso.

Pero una vez que se accede, impera en su versión más extrema, la más cruda y sin rodeos, podría decirse incluso que en su “máxima pureza”.

La lógica de mercado tiene en efecto su variante pornográfica, como la tiene el sexo. Se resuelve en dos subgéneros del género mayor del tráfico: el tráfico de armas y el tráfico de drogas.

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Ahí puede verse más claro, ahí puede verse mejor, cómo opera el afán de lucro si se exime de tapujos y regulaciones; cómo se puede fabricar necesidad y demanda donde en principio no las había, y llevarlas luego hasta el extremo de las dependencias más agobiantes, en las antípodas de la libertad.

Ahí puede verse más claro, ahí puede verse mejor, adónde lleva la pulsión desafectada de la avidez de dinero en niveles del sin escrúpulo. 

La lógica del mercado tiene su variante pornográfica, como la tiene el sexo

No es extraño, por lo tanto, que exista una derivación inexorable hacia la violencia y el crimen (una línea que rastreó Bertolt Brecht). Violencia y crimen en escala mayor, que va de las cumbres sórdidas del guante blanco al ajuste de cuentas callejero. En su aspecto policial, requiere a veces que se borren las huellas: las huellas del delito.

La voladura de la fábrica militar de Río Tercero, Córdoba, en noviembre de 1995, representa, en este sentido, uno de los momentos más oscuros y oprobiosos de toda la historia argentina (en la que tristemente no escasean los momentos de esa índole).

Y no solo por lo que ocurrió, que fue grave y costó varias vidas, sino además por la relativa indolencia con que se tomaron los hechos. Me refiero a sus costos políticos, que fueron reducidos o nulos; lo fueron en ese momento y en los años que siguieron después. No por aquellos que, convencidos de que fue un accidente, no maliciaron nada raro; sino  por aquellos que, asumiendo que no lo fue, admitieron dejarlo pasar y no parecen tenerlo en cuenta al lanzar sus rankings frívolos de los mejores/los peores de la historia.