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Apuntes en viaje

Melancolía

Hoy bebí a gotas la exuberancia de los edificios, de paisajes serpenteantes y ascendentes, de manera que a esta hora estoy extasiado y extenuado, como participante de un rito de exploración psicotrópica.

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Melancolía. | Marta Toledo

Aficionado a la observación, con un punto de vista íntegro, el viajero socava extraños yacimientos que van formando la experiencia, a la vez que pretende absorber el comportamiento profundo y hasta invisible de todas las capas del entorno, y escarbar en su oscuridad para exfoliar muestras de los rincones reconditos. Son pasajes simultáneos que a simple vista no parecen asociados, pero sin dudas, forman la materia elástica que llamamos realidad. Todos juntos, más en grosor que en sucesión, forman el ecosistema del viajero. Entre el paisaje y la cultura que constituye su componente anfibio, hay un pacto susurrante de intercambios que se amontonan sin una orden específica. Allí se despliega el catálogo por el que flotan el deseo de conocimiento etnológico y paisajístico. No por la fuerza, sino por la composición atómica de la realidad, un hecho fatal que arrastra a la imperfección o al ridículo cualquier intento de describirla con los gestos cancheros del realismo testimonial. Sin embargo, esa imperfección, introducimos reveladora, alcanza a rozar la verdad funcional del mundo, al menos del nuestro. Se trata de un universo cuyos elementos, todos ellos asociados en una relación que podemos llamar de misterio físico, van de las partículas elementales a las profundidades apenas imaginadas del cosmos, y del que el hombre es, a un mismo tiempo, universo y partícula. (En el ensayo sobre el “Libro de Job” Chesterton surfea sobre la idea de que todas las cosas bellas del mundo son una creación de anónimos: “El libro de Job ha crecido poco a poco, del mismo modo que ha crecido la Abadía de Westminster”.). Mientras enhebro estas tonterías en mi cuaderno me encuentro sentado en una de las mesas que componen el simpático comedor que anida dentro del colosal hotel Up, en Budapest. 

Hoy he bebido a gotas la exuberancia de los edificios, de paisajes serpenteantes y ascendentes, de manera que a esta hora estoy extasiado y extenuado, como participante de un rito de exploración psicotrópica. El comienzo de la noche se presenta espléndido. Ha disminuido unos grados la temperatura, es cierto, pero la atmósfera conserva la calidez impregnada al cielo raso durante el día. El comedor es más bien sobrio; además de las mesas y sillas del afuera, en la construcción rectangular bañada con los tintes del ocre pardo, hay un adentro con mesas y un sanitario detrás de la barra extensa; un tenue foco decanta la baba lumínica fofa, que imprime sosiego en el ambiente. Sonja despliega las opciones del menú. Me decido por el pastel de carne prefabricado, una copa de vino tinto y agua.

Sonja nació en Ucrania (no retengo la ciudad), aunque creció en Split, Croacia; al terminar la escuela abandonó la casa familiar para comerse una porción considerable del planeta (la descripción tomográfica de su interior mental experimentaba una ruina. Su cabeza era una sala de máquinas a la que se le habían trabado los engranajes. Su identidad colapsaba, de manera que tejía su guión psíquico acorde al tamaño de la angustia y su figura), como camarera, instructora de yoga, y así. (En ocasiones, mientras hablábamos, el tono amenazaba con llegar a esa cumbre de revelación con la que todos soñamos cuando hablamos a fondo con alguien, que dice por lo bajo: “Ay, si supieras”. Pero cuando arrimaba el cogote para recibir la confesión esperada me miraba así, con los ojos fuera de registro, como si estuviera metiéndole en la mochila panes de plutonio. Con el correr de los días comprendí que esa expresión desbocada se mantenía, de manera que, escudándome detrás de la informalidad latina, la encaré: Dale Sonja, contame qué hacés acá.). En 2002 decidió aceptar una oferta de trabajo en un restorán cheto de Ao Nang, en Tailandia. Dos años después fue víctima del tsunami que descoló aquella zona. Cinco meses internada más casi tres años de atención farmacológica. Diagnóstico con pulso firme: talasofobia.

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