Dos palabras vienen casi juntas para evocar el temperamento de Juana Bignozzi: melancolía e indignación. Ambas pertenecen a la gran tradición poética.
Olas de indignación agitan la oralidad de la mujer que muchos conocemos: Juana se enoja si alguien pasa por alto a un poeta o un pintor, se enoja con la política y con las costumbres, vocifera contra la ignorancia (palabra que no deja de pronunciar con alguna frecuencia). Conoce todos los meandros de la ira y en sus intervenciones más amistosas abunda la invectiva hiperbólica. Prolifera en grandes gestos.
La melancolía le da a su escritura un irónico secreto. En Mujer de cierto orden, afirma: “Para que nadie dude de mi inteligencia,/ me ocupo de problemas casi ridículos”. Desafiar la banalidad en su propio terreno, lejos de cualquier pretensión metafísica. Lo banal es, en verdad, aquello que se esfuerza por ser profundo. En cambio, esos “problemas casi ridículos” están lejos de la repetición y el lugar común. Tienen gracia, esa rara chispa que la profundidad esforzada destruye como un fuego sobre pétalos o papeles. Juana nunca es solemne. En Regreso a la patria, un texto lleva el título de “Aristocracia obrera”. Como toda ironía, tiene algo de sentimental y melancólico: lo que no fue, o peor aún, lo que equivocadamente creímos que sería: “mucho de lo que amé ha caído en el vértigo de lo ridículo”. García Helder trazó un arco entre Juana y Alfonsina. La hipótesis es desprejuiciada e inteligente.
Juana escribe gran poesía, a pesar de que el imaginario que en cada momento la acompaña esté en ruinas. Pero, como toda buena arquitectura, esas ruinas también tienen su paradójica belleza. Eso nos enseñaron los románticos y, antes de ellos, Piranesi. Juana Bignozzi sabe que está escribiendo en un paisaje con ruinas, las que quedaron de una épica en la que ella, como tantos de nosotros, también creyó.
Cada lector ejerce el derecho a las preferencias. Siempre recordaré “Morandiana”, un poema que une la precisión del objetivismo con la afectividad melancólica de la pérdida. Ese poema volvió a mi memoria frente a unos originales de Morandi. No sé si fueron esos cuadros o el recuerdo de los versos de Juana, o la conjunción, en una galería de Chelsea, de esas composiciones depuradas, geométricas, y aquellos versos. Morandi, virado por una luz que no es la suya, sus objetos sencillos y perfectos en un escenario al que no pertenecen: objetos irónicamente fuera de lugar, melancólicamente abandonados allí, en ese espacio extranjero donde el poema los ha trasladado: “Dos vasos de opalina azul intenso/ frontales con una luz ajena a esa escuela/ el fondo son turbios colores de cocinas/ amontonamiento de patios de barrios/ En el borde de la mesa espera/ no se sabe si una mano flor o paño de lágrimas.”
El primer verso es un endecasílabo, metro noble, perfecto. Después, la desilusión de los objetos es la desilusión del metro noble. Juana, que domina todas las cadencias, lo abandona (lo esconde en versos más largos), porque también esos vasos morandianos están abandonados. La sabiduría formal es tan precisa, tan discreta, como el conocimiento de las cosas. Eso me ha dado Juana Bignozzi muchas veces. No sólo por la prosodia, que dominó siempre, sino por la intensidad de la visión.
Nada más extranjero a Juana que la idea de una máquina poética que fabrique buenos poemas incansablemente. Conoce la dificultad de la poesía y la dificultad de la historia que hemos vivido. Renuncia a las grandes evocaciones, porque ha pasado por un aprendizaje tan triste como definitivo. Escribe: “Comprar una lechuga se ha convertido para mí/ en una representación histórica”. Lejos de adorar lo cotidiano, se coloca en el punto (melancólico) en que todo acto está en peligro por su inmanencia. No hay dioses. Hay, simplemente, mundo.
Muchas cosas no he dicho sobre Juana. Tampoco he saldado mis deudas. En 1967, me invitó a la presentación de Mujer de cierto orden. Las dos trabajábamos en el Centro Editor de América Latina. Casi todos los días almorzábamos en una mesa exageradamente literaria, donde se sentaban Horacio Achával, un editor de genio, y Susana Zanetti, que recitaba a Darío o a Vallejo en loop. Muchas noches Juana comía en mi casa. Decir comía es exagerado, porque teníamos poca plata. Juana traía vino y noticias de un mundo en el que yo recién entraba. Nombraba a Andrés Rivera, a Juan Gelman. Sin darse cuenta, nos embrollaba en su inclaudicable fascinación, en sus amores y en sus antipatías igualmente intensos. La afectividad de Juana se reflejaba entonces, y sigue reflejándose, en los diminutivos. También su desprecio se sirve del diminutivo: formas de la amistad o de la distancia.
En aquella época, Juana fue mi modelo no exactamente literario porque yo, entonces, sólo escribía informes, fichas y resúmenes de archivo. Fue mi modelo de mujer dandy, algo difícil de conseguir, pero que ella exponía con elegancia, sin una sombra de snobismo. Había estado en el Pan Duro, conocía a los comunistas y hablaba de ellos. De un viaje a Montevideo, me trajo una foto de Mao, foto premonitoria. Tenía un pasado del que yo carecía. Desde muy joven, Juana siempre tuvo un pasado. Como a José Luis Mangieri, su gran amigo y editor, yo los miraba con los ojos de quien ha llegado un poco tarde. Creía que Juana lo tenía todo. Mucho después leí un inventario en tiempo pasado: “Yo tuve los verdaderos cafés de la noche/ los vinos de las madrugadas los magníficos amores/ pero nunca más aquellos hombres aquellos muchachos de barrio”.
Después vino el exilio, años que no nos vimos. Milagrosamente, Mujer de cierto orden, con dedicatoria en aquella primera edición de Falbo, sobrevivió a todas las mudanzas y a mi muy escasa vocación de coleccionista. Yo sabía que Juana estaba allá, en España, escribiendo, y eso le daba una continuidad a mi vida: desde aquel 1967, la seguí, incluso sin saberlo. José Luis Mangieri me dio Regreso a la patria. Mangieri y yo comíamos para discutir sobre casi todos los temas, menos sobre Juanita. Sobre ella, coincidíamos hasta en las anécdotas, que terminaban muchas veces con un “Vos sabés cómo es ella”, dicho con el saber de dos baqueanos sobre una mujer querida y difícil. Cuando salió La ley tu ley escribí en La Nación sobre el libro. Esa nota fue la desigual devolución de lo que yo había recibido el 11 de septiembre de 1967, mientras admiraba a Juana, que se movía como una reina en el mínimo espacio de la librería Galatea, donde Eduardo Romano y Elizabeth Azcona Cranwell presentaron Mujer de cierto orden.
Todos los que prologaron libros de Juana son mis amigos: Jorge Lafforgue, Daniel García Helder, Ana Porrúa. La intersección de esos nombres no es una casualidad: es una toponimia poética que recorre casi cincuenta años. Hoy, Juana y yo hablamos por teléfono: la melancolía y la indignación son también los tonos de estas conversaciones, en las que yo, mayormente, la escucho porque, además, su ingenio es inagotable. El último don que recibí de ella fue el original de un libro todavía inédito: Las poetas visitan a Andrea del Sarto. Un original es el momento íntimo de una obra. El lector cree estar más cerca del poeta porque ha sido elegido para recibirlo antes que otros. En ese libro culmina una escritura. Juana sale de Juana, imagina a Andrea del Sarto, sin deslizamientos narrativos. Más bien por una pura ampliación del sujeto poético y por el despliegue de lo que suele llamarse experiencia: “el invierno borra los colores/ profundiza el alma de los tonos/ el fúlgido rojo se transforma/ en sangre seca y eterna/ sin luz ¿quiénes somos?”
Juana ya sabe, y quizá esa sea la mayor sabiduría de los hombres y mujeres sin dioses, que la pregunta ¿quiénes somos? no tiene respuesta. La melancolía es un alto momento del saber. Sin miedo, recurro ahora a grandes palabras: lo irremediable (irreparable, escribió Horacio), se convierte en belleza.