Desde que se instituyó el 24 de marzo como Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia en conmemoración de quienes resultaron víctimas del proceso iniciado en 1976, una obligada reflexión salta, o bien debería saltar, a nuestro presente.
Existen dos modos de recordar la Gran Tragedia Nacional, una de las formas es simplemente rememorar, es decir traer a nuestra realidad diaria dicha experiencia sólo como un dato histórico, carente de contenido y sentido, condenándola así a transitar un paulatino enfriamiento hasta llegar a la indiferencia total, sin aprender nada de ella; la otra es de modo ejemplar, meditando sobre lo ocurrido, haciendo una pausa dentro del mar de urgencias cotidianas y de informaciones que saturan y hasta desorientan al quitarle entidad y crueldad al período, como también a sus efectos. Por ello, esta fecha debería ser una invitación a encontrar individual y colectivamente el verdadero aprendizaje de la atroz experiencia vivida.
El sistema de memoria suele estar subordinado a las intenciones o decisiones de los actores sociales, a tal punto que algunos sostienen que la historia no es un conjunto de recuerdos compartidos, sino más bien un conjunto pactado de olvidos colectivos, por lo que este juego de palabras no hace otra cosa más que estimular la reflexión: ¿por qué y qué debemos recordar?, ¿con qué espíritu debemos recordar?, ¿el “olvido” es una instancia necesaria y reparadora de la mente y el alma?, ¿olvido e impunidad son conceptos que se potencian?, ¿la justicia tardía redime tanto dolor acumulado?, ¿con qué herramientas evitaremos que no vuelva ocurrir otro drama similar? Antes de ensayar alguna respuesta, debemos efectuar algunas consideraciones del fenómeno memoria, como capacidad para almacenar y recuperar información. En primer término, diremos que existe acuerdo entre los científicos que tratan de desentrañar los laberintos de la mente humana en que ella puede clasificarse, según su alcance en el tiempo, en: corto, mediano y largo plazo, por lo que todo cuanto ocurre en nuestra vida pasa por un tamiz, según la importancia de la experiencia, desechándose casi inmediatamente acontecimientos habituales –memoria a corto plazo (ej.: la cantidad de medialunas que había en el desayuno)–, para atrapar otros datos más útiles a mediano plazo (ej.: recordar el kilometraje necesario para un nuevo servicio mecánico), quedando anclados en forma estable y definitiva en la memoria a largo plazo aquellos datos, hechos y circunstancias vitales para nuestra existencia y autopreservación, independientemente de si los mismos han sido de goce o de dolor. La memoria puede operar en forma implícita –sensaciones, capacidades y habilidades– o en su forma explícita, que demanda de nuestra parte un esfuerzo consciente y deliberado para recordar hechos, personas, lugares o cosas; y es justamente con esta última con la que debemos proceder a rescatar la información y formular la reflexión común, para completarlos con los acontecimientos y las experiencias personales o colectivas de aquel período.
En el actual contexto, resulta fácil caer entre los argumentos antagónicos sostenidos, tanto por las personas que nos proponen huir hacia el futuro, sin aprendizajes experimentales, sin huellas de glorias ni penas y con el único afán de fundar una neoexistencia libre de las miserias del pasado, como de aquellas otras que se empeñan en vivir exclusivamente en el pasado, condicionadas por la experiencia atormentante que las determina y las estructura en su vida presente; por ello, y más allá de estas dos maneras de asumir lo sucedido, estimo que el desafío es construir racionalmente el futuro que nos merecemos, ya que sería una pena que la memoria sólo funcionara hacia atrás sin aportar aprendizajes significativos al porvenir.
*Docente Universidad Nacional de Córdoba.