Hacer un balance teatral –idea ocurrente de todos los medios– es más arduo que predecir el futuro. O al menos se le parece mucho. Si bien el balance supone elegir de entre las muestras del pasado reciente aquellas que son más significativas, hay en la mano del balanceador un tinte de agorero: si algo es significativo, lo es más por su relación con lo que vendrá que con lo que ha venido. Esa paradoja me paraliza, y he fracasado con quienes me han pedido amablemente mi opinión del año teatral.
Para el balance, como para la política de programación de salas o festivales, salta más a la vista la novedad (no siempre de mayor valor) que las permanencias. Rara vez leo en los balances que “sigue teniendo interés el arte de contar historias bien armadas, con gracia, con elegancia y con sorpresa” y en cambio sí hay descripciones emocionadas de nuevas tecnologías, nuevos modos de comprender la ficción, nuevas relaciones con el público. En Buenos Aires no es tan evidente porque somos un sitio de producción híbrido y periférico (no creamos nunca la tendencia mundial, sino que la importamos tarde y desviada, para integrarla en un continuum indiferenciado), pero en las culturas centrales la tiranía de la moda es poco menos que hilarante. Cada teatro de Europa fantasea con ser el primero en descubrir tal cosa, o mejor aún, en derribar tal otra. Ayer mismo un amigo que vive en Francia me contó que un teatro muy importante rechazaba una obra con el argumento de que ellos “ya no hacían textos, sino materiales”. El “material”, imagino, es un texto de flexibilidad absoluta, donde la historia no obligue a tal o cual recorte, donde los actores y el director puedan ordenar en escena lo que prefieran. Algo más o menos parecido a lo que la escena porteña hace desde que tiene uso de razón. Y si me apuran, sospecho que Esquilo debe haber llamado “materiales” a muchos de sus “textos”.
La moda es el principal enemigo del creador, cuando no su aliado más mediocre.